FranciscoAsis 8x5

Mucho se ha escrito sobre el encuentro de San Francisco y el Papa Inocencio III, y son pocas las cosas que se pueden afirmar con certeza. Nos queda claro que la escena del filme: «Hermano Sol, Hermana Luna», de Franco Zeffirelli, -el cual les presentamos- tiene mucho de leyenda; sin embargo, vale la pena rescatar algunos elementos que pueden enseñarnos mucho sobre la humildad de Francisco, su amor filial a la Iglesia y su gran –repito– gran confianza en la providencia.

Inocencio III no fue un Papa desocupado. Fue árbitro en la disputa por la sucesión al trono de Alemania, estuvo enfrascado en airadas disputas con Juan de Inglaterra que dieron como resultado el entredicho de todo el país, promovió la cuarta Cruzada y se opuso duramente a excesos cometidos por los cruzados, llegando a excomulgarlos. Además reorganizó la curia papal, impulso la cruzada contra los albigenses y celebró el duodécimo Concilio Ecuménico de Letrán, en el cual se condenaron sus herejías, junto con las valdenses y las de Joaquín de Fiore. Y todo esto en un tiempo donde la Iglesia sufría mucho por graves incoherencias internas: conflictos políticos, boato excesivo, aparato burocrático asfixiante.

En este contexto, durísimo para la Iglesia, Francisco debió tener una gran confianza en la Providencia Divina para esperar ser recibido por el poderoso Inocencio III. Algunos historiadores dicen que el Papa no lo recibió en su primer intento. Otros, que son muchos, dicen que Inocencio aceptó encontrarlos debido a un sueño en el que vio a Francisco soportando con sus hombros una de las columnas de la Basílica de San Juan de Letrán. Y hay otras historias al respecto, pero el hecho es que lo recibió y este es, en sí mismo, el primer gran milagro de este encuentro.

Por otro lado, la misma proliferación de herejías maniqueas, que oponían radicalmente la carne al espíritu, no eran sino un fruto indeseable del pobre testimonio de santidad que daban los cristianos y de la crisis interna que pasaba la Iglesia. Si quisiéramos pensar mal, podríamos decir que la pobreza de Francisco y su sincero esfuerzo por vivir radicalmente el Evangelio lo colocaba moralmente muy por encima de las preocupaciones que hacia el año 1210 interesaban a la Iglesia. Hubiera sido muy fácil para el pobre de Asís continuar sus obras y su predicación, prescindiendo de la autorización de un Papa que tenía poco tiempo para el pastoreo de almas y la instrucción de empresas piadosas.

Sin embargo, Francisco nunca cedió a este modo de pensar. Incluso sin necesitar la aprobación de sus constituciones para continuar sus trabajos de evangelización, decidió enrumbar hacia Roma con la certeza de que la bendición de la Iglesia por manos del Papa era el signo indispensable que le permitiría saber que su obra venía de Dios y no de los hombres. ¡Pero qué gran hijo de la Iglesia es Francisco! El pobre de Asís supo trascender los pecados humanos que mancillaban el exterior de la Iglesia y supo reconocer en medio de toda esa suciedad acumulada a la Madre, a la fuente de Gracia, al Sacramento Universal de Salvación que solo puede provenir del Espíritu Santo.

Y su hermoso acto de obediencia al juicio de la Iglesia dio un fruto humanamente inesperado. Más allá de que Inocencio III le haya besado o no los pies al pobre de Asís (estoy casi 99% seguro que esto no ocurrió), aquellos hombres con aspecto de mendigos ese día dejaron Roma con la pontificia aprobación verbal de su orden. Aprobación que sería fundamental para que el Papa Onorio III los aprobase definitivamente en 1223, con la bula «Solet annuere».

Esta es una historia que siempre me renueva mucho en mi confianza de que es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia. Cuán bien nos vendría a muchos católicos tener más presente la confianza en Dios y el amor filial de Francisco por la Iglesia, cuando nos dan ganas de levantar el dedo en modo acusador y señalar todos sus pecados e insuficiencias. El Papa Francisco nos recuerda que “hablar de la Iglesia es hablar de nuestra madre, de nuestra familia”. San Francisco lo confirma en modo admirable, con la hermosa historia de la aprobación de la orden Franciscana.