

Un día, mi mejor amigo estaba pensativo y, con cierta preocupación, me dijo: «César yo no creo». Yo le respondí: «Pero hombre, tendrás alguna dudilla, como todos». Él insistió: «No, no, que no creo… pero me gustaría creer». Entonces le dije: «Bueno, tú haz como si creyeras».
Él respondió: «Pero eso sería una hipocresía». Más tarde, movido por el deseo de ayudar a mi amigo a recuperar la fe y el sentido de la vida, empecé a leer algunos artículos sobre la existencia de Dios. A modo de introducción encontré una parábola del teólogo presbiteriano John Hick que refleja la postura de creyentes y no creyentes, dice así:
Parábola de John Hick
«Dos hombres avanzan juntos por un camino. Uno de ellos está convencido de que la ruta conduce a la ciudad celestial, mientras que el otro opina que no conduce a ninguna parte. Pero, como no hay otro camino, viajan juntos. Ninguno de los dos ha recorrido jamás ese itinerario. Por ello, ninguno puede decir qué hallará a la vuelta de cada curva. Durante el viaje, viven momentos fáciles y gozosos, pero también momentos difíciles y peligrosos.
Durante todo el tiempo, uno de ellos piensa en el viaje como una peregrinación a la ciudad celestial. Interpreta los momentos agradables como estímulos, y los obstáculos como pruebas de su propósito. Lecciones de perseverancia, preparadas por el rey de aquella ciudad y destinadas a hacer de él un habitante digno del lugar al que se encamina.
Pero el otro no cree en nada de esto y considera el viaje como una marcha inevitable y sin objetivo. Dado que no hay opción, disfruta del bien y soporta el mal. Para él no existe ninguna ciudad celestial que alcanzar ni una finalidad que dé sentido a su viaje. Solo existe el camino y sus vicisitudes en el buen tiempo y en el malo.
Los caminantes no tienen distintas expectativas sobre las cosas que encontrarán en su camino, sino únicamente sobre su último destino. Al volver la última curva es cuando se verá que uno ha tenido razón todo el tiempo, y que el otro ha estado siempre equivocado».
¿Creer o no creer? ¿Tener fe o no tenerla?
En este relato cada caminante tiene sus razones: uno para creer y el otro para no creer. Solo al final del camino (al morir) se podrá verificar quién estaba en lo cierto. Pero entonces ya no habrá posibilidad de volver al comienzo y hacer de nuevo el viaje. Puestas así las cosas, quizá más de uno podría pensar que «lo más conveniente» es creer. Teniendo como telón de fondo ese «por si acaso».
Pero aceptar la existencia de Dios por miedo no parece elegante. La aceptación debe apoyarse en argumentos que logren demostrar de manera satisfactoria que existe. El Catecismo de la Iglesia dice que «El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a conocer y amar a Dios», y cuando le busca, descubre ciertas «vías» para conocerle.
También se las llama «pruebas de la existencia de Dios», no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de «argumentos convergentes y convincentes» que permiten llegar a verdaderas certezas» (CCE 31).
Pruebas de la existencia de Dios
En las catequesis de san Juan Pablo II, de feliz memoria, he encontrado un buen resumen de algunas pruebas sobre la existencia de Dios: La ciencia dice que el universo está en constante movimiento y expansión. Este hecho requiere una causa que, además de haberle dado el ser, le haya comunicado el movimiento y lo siga manteniendo. A esta causa inteligente los creyentes la llamamos Dios.
Cuando estudiamos la evolución de los seres vivientes nos damos cuenta que conservan una finalidad interna que los orienta en una dirección, de la que no son dueños ni responsables. Todo esto nos lleva a pensar en un Hacedor.
Finalmente deseo mencionar la belleza. Esta se manifiesta de manera espléndida y variada en la naturaleza con sus bosques, prados y flores. También la encontramos en las innumerables obras de arte de la literatura, la música, la pintura, etc.
Todo esto nos remite a la fuente originaria: la belleza trascendente del Creador. Al considerar la inmensidad del cosmos, la evolución de los seres vivientes y la belleza de la naturaleza, el espíritu humano se siente desbordado en sus posibilidades de comprensión e imaginación. Y piensa que una obra de tal magnitud y calidad requiere un Dios Creador de infinita sabiduría.
Estas pruebas son múltiples y permiten al ser humano, mediante la luz natural de la razón, llegar a conocer con certeza la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo. A esta realidad los creyentes la llamamos Dios.
Pero «el hombre, con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha» (CCE 33) está capacitado para dar un paso más y conocer a Dios de manera más profunda en la divina Revelación (cf. CCE 34-35).
Ella nos habla de un Dios creador del universo que hizo al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26). También nos habla del pecado original de nuestros primeros padres y cómo, «después de su caída, Dios alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención» (CCE 55).
Dios envió a su único Hijo al mundo
Y, al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su único Hijo al mundo para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (cf. Jn 3,16). Dios, nuestro Padre, es misericordioso y «quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4).
Pero nos ha creado libres y respeta nuestra libertad para aceptar o rechazar la salvación que nos ofrece por medio de Jesucristo, su Hijo. Actualmente son muchos los fieles que se han alejado de la Iglesia y de la práctica religiosa, y buscan su realización personal en el disfrute pasajero de los bienes de la sociedad de consumo.
Pero cuando uno sustituye la fe por alguna forma de pensamiento de «vive como si Dios no existiera», entonces la vida pierde la expectativa del más allá que le da sentido y finalidad. Ante la falta de valores espirituales, algunos, de los que antes se habían distanciado de la Iglesia, han decidido volver a ella para recuperar la fe en Dios y la esperanza de la vida eterna.
La fe es necesaria para la salvación y debe ir acompañada de buenas obras (cf. Sant 2,26). Nuestros deseos de agradar a Dios se pueden concretar en rezar todos los días, asistir a misa los domingos y fiestas de guardar. Frecuentar los sacramentos y procurar ser amables y serviciales con los que nos rodean.
La fe en el Señor y la pertenencia a su Iglesia son dones que debemos conservar por encima de todo. A ellos está vinculada nuestra salvación. Personalmente agradezco a Dios por la fe recibida, y con plena alegría y satisfacción puedo decir que lo que más aprecio en esta vida es ser cristiano y católico.
¡Oro por ti, y porque tu fe crezca cada día más! Déjanos saber en los comentarios qué opinas sobre este tema, comparte tu experiencia de fe. 🙌🏻
Artículo elaborado por: P. César Ruiz (misionero comboniano)
En mi experiencia de fe es muy importante los sacramentos y acudir constantemente a la lectura de la Sagrada Escritura.