La siguiente reflexión está basada en el video «Love can happen anywhere» de Singapore Stop-Motion Animated Film, publicado en Viddsee.com.

Cuando me pasaron este video y me indicaron que podía escribir sobre lo que implica una pérdida, creí que tendría mucho para compartir. En realidad, cuando me senté frente a la hoja en blanco, me di cuenta de que me había equivocado. Entendí que cada pérdida es única y personal y tiene un peso y una profundidad distintos, incomparables. Lo que sí se me ocurrió fue hablar de tres aspectos que considero que son los más significativos al meditar en torno a esta temática.

Comprender al otro

Aunque cada duelo sea algo singular, la experiencia del dolor nos hace más misericordiosos el uno con el otro. Pasamos por algo significativo y, ante el recuerdo de cuán grande es el sufrimiento, no podemos evitar compadecernos de quien pasa por algo semejante, y poner los medios para acompañarle en su dolor y, de ser posible, aliviarlo en algo.

El comprender nos llevará a dar, y en ese salir de uno mismo para entregar algo a los demás, encontraremos que el dolor pasa… un poco. Al menos, tiene un sentido, como veremos más adelante. El amor puede pasar en cualquier lugar, dice el video. El amor puede pasar también donde todo se ve insípido, gris, triste. Se puede sacar amor también del dolor.

Darle un sentido a la pérdida

Para que todo lo anterior sea posible, hay que abrazar y aceptar el dolor. No es fácil, e incluso mucho tiempo nos quedemos estancados en la «resignación», confundiéndola con la «aceptación», antes de efectivamente dar el paso a este último estado. Y llegar a amar el dolor que recibimos, por consiguiente, es mucho más difícil. Esto no quiere decir que hemos de ser masoquistas y amar el sufrimiento por sí mismo, nadie lo desea, nadie lo busca. Pero, cuando lo encontramos, podemos, tras mucha oración y con una gran madurez humana y espiritual, lograr amarlo al entender que ese dolor nos puede hacer copartícipes de la redención que nos ha logrado Cristo. Podemos unir nuestras penas a la suya, podemos ser sus sirineos y, al mismo tiempo, descubrir que Él también carga con nuestra crucecita, para que se nos haga más fácil el levantarla.

Nuestro duelo, sea el que sea, puede salvar muchas almas del purgatorio o convertir a pecadores empedernidos. Sostener a las vocaciones religiosas en crisis o a las familias que atraviesan dificultades, entre tantas otras cosas muy nobles que solamente el Señor conocerá, de lo cual, puede ser, nos enteraremos solamente en el Cielo.

Tiene tanto valor y puede hacer tanto el sufrimiento que atravesamos, que aunque humanamente no tenga sentido, sobrenaturalmente veremos que tiene tanto sentido que incluso nos llevará a decir «no cambiaría esto que pasé por nada». Aunque, claro, todo a su tiempo.

No perder la esperanza

Sea la muerte de un familiar, sea una carrera inconclusa, un vaivén laboral, una mala inversión, el fracaso de una relación o de una vocación… en cualquier situación tendemos a perder la fe. Quizás no es que dejemos explícitamente de creer en Dios o de que Él tiene un plan, pero sí es cierto que la confianza flaquea cuando nos topamos con algo inconcebible. Algo que no entra en nuestras cabeza y no podemos comprender cómo es que eso (terrible) que acontece, forma parte de un plan más perfecto.

Quizás incluso no queramos un plan más perfecto, queremos ese, el que perdimos. Y no nos imaginamos que pueda haber un después, un siguiente capítulo, porque estamos demasiado focalizados en el punto final con el que chocamos.

Es probable que nuestro problema de fe se base en eso, en que no podemos concebir que haya algo para seguir adelante, que haya incluso un «adelante». No puedo decirte «ten fe». Quizás no la tengas, y no porque no la quieras –la anhelas más que nada en el mundo –, sino porque simplemente, no puedes imaginarte ese «después». Lo que puedo proponerte es: pide fe.

Pídela intensa y continuamente, como jaculatoria, en la oración, frente al Sagrario, al acercarte a comulgar. «Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad». Repitamos esta frase hermosa que nos dejó el Evangelio, tan adecuada para nuestra debilidad. Porque, después de una pérdida, y para aprender a amar de verdad, necesitamos de esa fe. Esa confianza será nuestro alimento para sostenernos y luego sostener a los demás.