¿Quién de nosotros no quiere ser feliz? Desde que empecé a acercarme más a Dios, descubrí en mi corazón un deseo de ser cada día más feliz (C.E.C. 27). La verdad es que, si miro hacia el pasado, nunca he sido muy consciente de esa necesidad que tengo. No les miento, lo increíble que es, como cada día quiero estar más cerca de Dios, pues la experiencia de necesitar llenar ese vacío de infinito que tengo en mi corazón, es como un motor que le da energía a mi vida. Ahora percibo que siempre estuvo esa suerte de sentimiento de vacío, pero nunca lo quise enfrentar. 

Con la mano en el pecho, les comparto que, llenar mi corazón con el amor infinito de Dios, es la única manera de darle un sentido auténtico a la vida. No sabia bien cómo podía satisfacer el deseo de realización o cumplir esos sueños que llevaba desde la adolescencia. No es que antes estuviese totalmente alejado de Dios. Pero, ahora percibo, que lo he dejado un poco «al costadito» de mi corazón… ahí medio arrinconado. Esto que les comparto con mucha alegría y entusiasmo — no se imaginan cuánto significa para mí—. Es como si hubiese encontrado una perla extremadamente valiosa, y la tengo que compartir (Mateo 13, 45-46)

Quisiera contarles una breve reflexión que ha surgido en mi interior, y que la he compartido con algunos amigos míos de la parroquia. Hoy la comparto con ustedes, pues seguramente les puede ayudar en el trabajo pastoral con jóvenes… en realidad, con todos. Van a darse cuenta que se aplica a todas las edades. Entender esto para mí fue tan esclarecedor, que pienso que también lo será para ustedes.

Enfrentamos una cultura de muerte

No es novedad para ninguno de nosotros, cómo el mundo en el que vivimos es cada día más hostil a la fe católica. Infelizmente — la verdad sea dicha — incluso, a nosotros los cristianos, muchas veces, nos cuesta un montón vivir lo que sabemos es lo correcto, o — lo cual es muy común — no sabemos cómo explicar bien la postura de la la Iglesia acerca de algunas cosas, que son cada vez más «normales» en esta sociedad, que pierde poco a poco los valores auténticos.

Por esas cosas de la vida, me entusiasmé un poco, e investigué en el catecismo, sobre lo que estoy viviendo. Encontré un término, que quizás para muchos es algo súper conocido, pero que para mí era algo que no sabía, o por lo menos, algo que había olvidado. Las concupiscencias. El Catecismo, en el número 377, explica la «triple concupiscencia» (1 Juan 2, 16), como una consecuencia del pecado original, que nos somete a los placeres del sentido. Me refiero al poseer, el placer y el tener (consumismo – materialismo) y el poder (autosuficiencia, soberbia, creerme mejor que los demás, siempre querer tener la última palabra).

Esos «productos baratos», que, en vez de ayudarnos a vivir la felicidad, nos alejan cada vez más de lo que nuestro espíritu necesita. Pero — ahí viene lo importante y muy significativo para mí— lo que les quiero compartir, es que, cuanto más me acerco a Dios, comprendo que no hay absolutamente ningún problema en buscar sentirnos bien, comprar cosas que nos gusten y ejercer el poder que le toque a cada uno.

La clave está en ordenar todo eso según el Amor de Dios. Es decir, Dios creó el placer; Dios quiere que tengamos cosas; Dios nos ha concedido el poder de dominar (Génesis 1, 24-31) toda la Creación. Si lo hacemos «como Dios manda» (así lo decimos aquí en Perú), no sólo no hay problema, sino que nos abre el camino para encontrar nuestra propia felicidad.

Un mundo de valores invertidos

No se necesita de mucho esfuerzo para saber que es imposible vivir sin el placer, el tener o el poder. Somos de carne y hueso. Pisamos tierra, y tenemos una serie de necesidades, propias de nuestra condición humana. Les doy algunos ejemplos muy sencillos, pero que van a permitir que quede muy claro lo que yo estoy aprendiendo. Sentir placer cuando tengo una relación sexual no está mal. Dios así lo quiere. Pero, obviamente, dentro del marco del matrimonio.

Quiere que sintamos lo rico que es comer un helado de chocolate, pero no quiere que seamos unos desordenados, incapaces de renunciar al helado, si por ejemplo, quiero hacer un ayuno u ofrecimiento por una necesidad que tiene un amigo mío. Tengo que ser capaz de dominar mis apetitos sensibles, y no al revés.

Tener y comprar cosas… un smartphone, una tablet o computadora, un carro último modelo. Hacer ese viaje soñado hace años… no hay ningún problema. El dinero está para gastarse, todos tenemos necesidades y además, podemos usarlo para tener experiencias agradables, como unas buenas vacaciones.

¿Cuándo se convierte esto en un problema? Cuando, teniendo dinero, no me preocupo por los más necesitados o aquellas personas que, prácticamente no tiene absolutamente nada para comer, para protegerse de la lluvia o subsistir. Cuántas familias no pueden mandar a sus hijos al colegio, porque no tienen apenas lo necesario, incluso para la educación pública. Poseer e invertir el dinero, sin una preocupación solidaria, que brota de la caridad, no tiene sentido.

Por último, quiero ser honesto, y decirles que muchas veces me sentía un poco avergonzado. Cuando tenía que dar órdenes o cuando tenía un cargo que exigía cierta responsabilidad — eso puede aplicarse desde un profesor, gerente, director ejecutivo, hasta padres de familia —, pues sentía que me estaba aprovechando de las personas. En verdad, tengo que reconocer que algunas veces me aprovechaba de mi posición. Pero, en la medida que voy aprendiendo como el poder bien ejercido, es más bien una oportunidad de servir y ayudar a los demás, tengo la experiencia de felicidad, pues, en realidad, estoy ayudando a las personas. Estoy amando a los demás, como me amo a mí mismo (Mateo 12, 31)

Una lucha constante

Todo esto me está ayudando mucho a ser más feliz. Incluso me doy cuenta, que en la medida que ayudo a que los demás sean felices, yo soy cada vez más feliz. Pero no puedo dejar de decir que es una lucha constante. Primero, porque esas concupiscencias, de las que habla el catecismo, son parte de mi vida. Es algo que está ahí siempre al acecho (1 Pedro 5, 8), como enemigos que quieren apaciguar la voz del único que puede brindarnos el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 16, 4). Además, en general los medios de comunicación, con las series cada vez más difundidas en los canales de cable,  películas, propagandas, etc. exaltan valores contrarios a lo que Dios nos enseña.

Además, está nuestro «compañero» de batalla — por si acaso estoy haciendo una ironía— que está rondando constantemente, buscando a quién devorar: satanás (1 Pedro 5, 8). Pero no perdamos las esperanzas, puesto que Jesús está todo el tiempo tocando a la puerta de nuestro corazón, esperando que lo escuchemos y lo dejemos entrar (Apocalipsis 3, 20).

Dios nunca nos abandona

Cada vez más, confirmo la sospecha, que no muchos de nosotros, contemplamos el crucifijo con detenimiento, y nos damos cuenta lo valioso que somos para Dios. Un Dios que estuvo dispuesto a entregar a su Hijo único, para morir en la Cruz. Pensemos por un momento en lo mucho que valemos para Dios, que dispuso a su Hijo, a que se rebajara y abandonara su condición divina, hasta incluso, no parecer hombre. Tan desfigurado estaba en la cruz, pues inmensa era la carga de nuestros pecados (Filipenses 2, 6-11).

Quiero terminar diciendo que sin la ayuda de Dios, es imposible vivir todo esto. Esas concupiscencias son fuertes, y el camino hacia el mal es mucho más ancho que el camino del Bien (Mateo 7, 13-14). El problema es cuando Dios no ocupa el lugar principal en nuestras vidas. Sólo Dios es quién nos puede brindar la felicidad infinita, permanente e inalienable que tanto buscamos. No nos dejemos engañar. Dios quiere para nosotros el placer, el disfrute de bienes materiales y el poder como un medio para ordenar y ayudar el orden social. Tres experiencias que pueden ayudarnos o alejarnos de la felicidad, según el fin que les demos.

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Artículo elaborado por Pablo Perazzo.