




[dropcap]B[/dropcap]asada en la novela del mismo nombre escrita por Lois Lowry y dirigida por el australiano Phillip Noyce. La película The Giver (El Dador) ofrece una interesante reflexión sobre la sociedad y el lugar del individuo en ella. En la estela de otras historias calificadas como “utopías negativas”, el dador nos presenta un futuro donde en apariencia todo es perfecto, pero en el que vamos descubriendo los rasgos no tan benignos de un futuro no solo posible sino, en cierto sentido, ya presente hoy con tantas de sus terribles características. Como muchas utopías negativas, ésta es también una extrapolación —y en ello reside lo interesante— de rasgos ya presentes en nuestra sociedad, manifestando un potencial futuro que bien podría hacerse realidad.
La historia gira alrededor de Jonás, un joven que se aproxima a la edad establecida para recibir su puesto de servicio dentro de la sociedad. Se trata de una comunidad que goza de paz y armonía, donde cada uno cumple una función establecida , aporta al bien común, y vive con apacible tranquilidad. Es un lugar donde se vive la igualdad, preciada estabilidad que puso fin a las calamidades de un pasado perdido en el olvido, lleno de guerras, violencia y divisiones.
La tarea asignada a Jonás será única: debe aprender del dador, y por tanto, ser el siguiente receptor de memorias. Él posee cualidades únicas, ver más allá, así como la valentía y fuerza para ser capaz de cumplir una función que lo distingue de todos los demás y que involucrará dolor y sufrimiento (experiencias que al inicio no tiene cómo comprender).
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Poco a poco el dador le irá transfiriendo las memorias de un mundo que ya nadie recuerda. Estas memorias, de grandeza y miseria, serán necesarias para ayudar a la comunidad a tomar decisiones ante situaciones inesperadas que puedan aparecer incluso en medio de la apacible cotidianeidad. En ello radica lo esencial del puesto asumido por Jonás, que en cierto sentido subraya la importancia de la memoria y de la experiencia para encarar el futuro. El deberá sobrellevar las cargas de un pasado duro para evitar a los demás el dolor y el sufrimiento que ello conlleva. La aparente nobleza del puesto, sin embargo, es la otra cara de una sociedad que recorta a todos los individuos su propia historia y, como se verá más adelante, las posibilidades de determinar su futuro.
En medio de este proceso de aprendizaje vamos tomando conciencia de aquello a lo que la pacífica comunidad ha renunciado para lograr la igualdad, y nos adentramos en la terrible realidad de una existencia que ha desterrado la riqueza de la diversidad. Junto a la imposibilidad de ver los colores, comprendemos también que no existe la música ni las emociones. La supuesta “precisión de lenguaje”, alentada en aras de la eficiencia y la practicidad, no es otra cosa que un pobreza en el diálogo y barrera para el auténtico encuentro, y por tanto, sutil prisión para el individuo. ¿No hay en ello alguna lección para un mundo como el nuestro donde el lenguaje y la comunicación parecen volverse cada vez más pobres?
Las familias ya no existen, son artificialmente creadas como unidades básicas de un colectivo mayor, en las que gozan de la compañía mutua, mas no se encuentran unidas por lazos de amor (palabra arcaica e inútil que no acarrea significado alguno en esta sociedad). Los recién nacidos son seleccionados o descartados según sus condiciones físicas, y los ancianos sometidos alegremente a una “ceremonia de liberación”, eufemismo para la eutanasia.
No es entonces, como parecía al inicio, un mundo donde se ha desterrado el mal o la violencia o la tristeza. Todo ello está también presente en esta sociedad utópica pero maquillado de “bondad” o “compasión”, o justificado dulcemente en aras de un bien superior siendo, al fin y al cabo, el mismo fruto de un corazón dividido y cerrado al amor. A pesar de cómo nos lo presenta la película, ¿no hay también alguna coincidencia —y por tanto una advertencia— con el mundo en el que vivimos, en el que también a veces vivimos dulcemente anestesiados frente al mal?



Estas situaciones, que Jonás poco a poco va descubriendo, van paralelas con el descubrimiento de un mundo pasado que, es verdad, tuvo horrores, pero que era al mismo tiempo bello y exuberante. El descubrimiento de los colores a través de un atardecer glorioso, de la música en una sinfonía, de la alegría en el baile, del calor de una familia con un recién nacido acogido con amor, van manifestando las sencillas grandezas de la condición humana. Las enormes posibilidades de la creatividad, de los sueños, de la amistad, del descubrimiento del otro. Estos son como un cielo infinito que asusta pero que al mismo tiempo invita a la aventura. Resulta particularmente revelador descubrir cómo esas experiencias sencillas y cotidianas forman un mosaico de amor y belleza que tenemos a la mano, pero no siempre valoramos o luchamos por ellas. La rutina sin sentido, por más pacífica y tranquila que pueda ser, termina ocultando lo esencial de la existencia y asfixiando la vida.
Es este otro de los elementos más interesantes de la historia. Jonás, junto con el dador, lucharán por recuperar un mundo así. Un mundo, sobre todo, en el que se ha procurado desterrar uno de los dones más valiosos que tenemos: la libertad. No hay duda de que la libertad da espacio para el mal, pero también —y mucho más importante— para el bien y el amor. Sin libertad el amor no es posible, pues es condición para el amor y la entrega, condición para avanzar por un camino hacia una humanidad más plena.
La trama de esta película, al igual que la del libro, nos permite dar un vistazo al posible futuro de una sociedad como la nuestra que bajo la apariencia de libertad, esconde muchas esclavitudes y miedos. Asimismo, nos ayuda también a redescubrir el inmenso valor de los aspectos más sencillos de la existencia —como la belleza del color o de la música— como de aquellos más profundos como la libertad y la capacidad de amar, rasgos esenciales de humanidad.
En su aventura Jonás deberá optar por ir contracorriente y romper con lo establecido y lo “políticamente correcto”. Al final de su aventura vislumbrará un hogar donde intuye una familia reunida al calor de una hoguera, de donde escucha, como un susurro que se hace cada vez más fuerte, un villancico navideño (curiosamente, Noche de paz), y comprenderá que todavía hay esperanza para la humanidad.
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