

¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por ti desde las médulas de mi alma, cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío frecuentemente y de muchos modos, si bien solo de palabras y en sus muchos y voluminosos libros.
Estos eran las bandejas en las que, estando yo hambriento de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al fin obras tuyas, no tú mismo, y ni aun siquiera de las principales.
Porque más excelentes son tus obras espirituales que estas corporales, aunque luminosas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de aquellas primeras, sino de ti misma, ¡oh Verdad, en quien no hay mudanza alguna ni oscuridad momentánea! —Confesiones de san Agustín. Pag, 15