

¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí. — Confesiones de San Agustín. Pag, 39