

De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables.
Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la «encantadora sonrisa de la Santísima Virgen». En aquel momento, todas mis penas se disiparon.
Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de pura alegría… ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy…! —Historia de un Alma. Pag, 47