

La tendencia a construir un «yo» en el plano de la vida espiritual puede considerarse normal y positiva: constituye un resorte del crecimiento humano y espiritual; una motivación para progresar, adquirir dones y talentos e imitar este o aquel modelo que nos atrae y con el que nos identificamos en mayor o menor medida. Desear ser alguien en el terreno religioso
—alguien como San Francisco de Asís, o como la Madre Teresa— puede constituir el inicio de un camino de santidad o la respuesta a la vocación. Desde luego, siempre es mejor ambicionar «ser alguien» de acuerdo con los valores evangélicos que «destacar» entre granujas… Pero se trata de una problemática peligrosa si no se supera. Buscamos cómo realizarnos según determinadas virtudes o cualidades espirituales; lo cual significa que, de modo inconsciente, nos identificamos con el bien que somos capaces de hacer. Evidentemente, hacer el bien (rezar, ayunar, entregarse al servicio del prójimo, ser apostólico, tener tal carisma, etc.) es algo bueno. Pero resulta extraordinariamente peligroso identificarnos con el bien espiritual del que somos capaces. Porque esa identidad, a pesar de ser superior a la identidad con las riquezas materiales o con los talentos humanos, no es menos frágil o artificial que éstas: llegará el día en que tal o cual virtud sufra un descalabro, o en que se nos quite esta o aquella cualidad espiritual en la que destacábamos. ¿Cómo recibiremos estos golpes si nos identificamos con nuestros logros espirituales? He conocido a más de un religioso entregado en cuerpo y alma al apostolado o a cualquier otra buena causa que, el día en que la enfermedad o un superior lo apartan de ella, sufre una profunda crisis, hasta el punto de no saber quién es. – La libertad interior.