Me encontraba en el coro, dando gracias después de la misa, y sentí que poco a poco era llevado a una suavidad siempre creciente, que me hacía gozar, mientras oraba; cuanto más oraba, mayor era el gozo. En un determinado momento, me hirió la vista una gran luz. No me dijo nada y desapareció. Cuando me di cuenta, me encontré en el suelo, llagado. Las manos, los pies y el costado sangraban y me causaban un dolor tal que no tenía fuerzas para levantarme. A rastras me trasladé del coro a la celda, recorriendo un largo corredor. Los padres estaban todos fuera del convento y me metí a la cama y recé para volver a ver a Jesús, pero después entré dentro de mí mismo, miré mis llagas y lloré, derritiéndome en himnos de acción de gracias y de petición. — San Pío de Pietrelcina y su ángel custodio. Pag, 16