Agarré el libro, le abrí, y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: «No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo». No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas – Las confesiones.