

Dios está interesado en nuestra perseverancia más de lo que estamos nosotros mismos: es el éxito de su obra. Ama y desea el bien más que nosotros, se preocupa por nuestra virtud. Si le entregamos sin reserva nuestra voluntad, la preservará, ciertamente, de todo mal.
Pero surge de nuevo la dificultad. ¿Cómo podremos entregarle nuestra voluntad sin tomarla de nuevo? Para ello solo hay un medio: unirnos a la lucha permanente de Jesucristo contra el mal, velar con Él.
No hay ninguna de nuestras tentaciones que no podamos asociarla a la agonía de Nuestro Salvador en Getsemaní. En aquel gigantesco conflicto que tuvo que entablar contra todos los pecados de los hombres, combate abrumador que bañó su frente de sangre, Nuestro Señor nos alcanzó a cada uno de nosotros una fortaleza capaz de triunfar de todas las solicitaciones del mal.
Jesús cae en tierra aplastado bajo el peso de nuestros pecados para facilitar a todos los pecadores que se levanten victoriosamente de sus caídas. No tenemos excusa de vivir como si Jesús no hubiese padecido por librarnos de nuestros pecados, como si no hubiese luchado como nosotros, por nosotros, con nosotros, a fin de que no sucumbiésemos a la tentación. — Simón Pedro, cap. XVII