Me encuentro en un momento de mi existencia en el que puedo echar una mirada hacia el pasado; mi alma ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e interiores. Ahora, como la flor fortalecida por la tormenta, levanto la cabeza y veo que en mí se hacen realidad las palabras del salmo XXII: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… Aunque camine por cañadas [3vº] oscuras, ningún mal temeré, ¡porque tú, Señor, vas conmigo!» Conmigo el Señor ha sido siempre compasivo y misericordioso…, lento a la ira y rico en clemencia… (Salmo CII, v. 8). Por eso, Madre, vengo feliz a cantar a tu lado las misericordias del Señor… Para ti sola voy a escribir la historia de la florecita cortada por Jesús. Por eso, te hablaré con confianza total, sin preocuparme ni del estilo ni de las numerosas digresiones que pueda hacer. Un corazón de madre comprende siempre a su hijo, aun cuando no sepa más que balbucir. Por eso, estoy segura de que voy a ser comprendida y hasta adivinada por ti, que modelaste mi corazón y que se lo ofreciste a Jesús… — Historia de un alma. Pag, 9