Para ayudarnos a merecer el cielo, Cristo puso como condición que a la hora de nuestra muerte, vosotros y yo, quienes quiera hayamos sido y donde quiera nos hayamos movido —cristianos y no cristianos: cada ser humano que ha sido creado por la mano amorosa de Dios a su propia imagen—, cuando comparezcamos en su presencia, seremos juzgados por lo que hayamos sido para los pobres: lo que hayamos hecho por ellos.

Cristo ha dicho: Tuve hambre y me disteis de comer. Tenía hambre, no sólo de pan, sino del amor comprensivo de ser querido, de ser conocido, de ser alguien para alguien.

Estaba desnudo no sólo de ropas, sino desnudo de esa dignidad humana, de ese respeto, por la injusticia que se hace a los pobres a quienes se mira desde arriba sólo porque son pobres.

Desahuciado, no sólo de una casa hecha de ladrillos, sino por el desahucio de los encerrados, de los indeseados, de los no amados, de los que caminan por el mundo privados de todo cuidado. ¿Salimos nosotros al encuentro de estos? ¿Los conocemos? ¿Tratamos de descubrirlos? — La alegría de darse a los demás, cap. 1