

Tengo que arrodillarme ante el Padre, apoyar mi oído en su pecho y escuchar sin interrupción los latidos de su corazón. Entonces, y solo entonces, puedo decir con sumo cuidado y muy amablemente lo que oigo.
Ahora sé que debo hablar desde la eternidad al tiempo real, desde la alegría duradera a las realidades pasajeras de nuestra corta existencia en este mundo, desde la morada del amor a las moradas del miedo, desde la casa de Dios a las casas de los seres humanos. Soy plenamente consciente de la grandeza de esta vocación. Más aún, estoy totalmente seguro de que este es el único camino para mí. Podría llamársele visión «profética»: mirar a la gente y a este mundo con los ojos de Dios. ¿Es esta una posibilidad real para un ser humano?
Más importante aún: ¿es esta una opción verdadera para mí? No se trata de una cuestión intelectual. Es una cuestión de vocación. Estoy llamado a entrar en mi propio santuario interior donde Dios ha elegido hacer su morada. La única forma de llegar a ese lugar es rezando, rezando constantemente. El dolor y las luchas pueden aclarar el camino, pero estoy seguro de que es únicamente la oración continua la que me permite entrar allí. — El regreso del hijo pródigo, pág. 22