Aproximadamente un mes después de mi primera comunión, fui a confesarme para la fiesta de la Ascensión, y me atreví a pedir permiso para comulgar.

Contra toda esperanza, el Sr. abate me lo concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre papá y María. ¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús!

De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin cesar estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien vive en mí…!». —Historia de un alma. Pag, 56