

Conozco personas cuya única ideología es elegir, entre las varias opiniones que circulan, la más puntera y avanzada. Gentes que se morirían ante la sola posibilidad de que alguien les tildara de «anticuados» o, lo que es peor, de «retrógrados». Hay quienes estarían dispuestos a dar su vida por sus ideas o por su fe, pero se pondrían coloradísimos primero y terminarían por fin traicionándola si en lugar de conducirles a la tortura les sometieran al único tormento de ser acusados de «beatos» o de conservadores.
Son personas para las que no cuenta el substrato de su pensamiento, sino exclusivamente el último libro, periódico o revista que han leído. Son los tragadores de tiempo, los que creen que la verdad se rige por los relojes y opinan que forzosamente lo de hoy tiene que ser más verdadero que lo de ayer. No parecen darse cuenta de que «el verdadero modernismo —como decía Tagore—no es la esclavitud del gusto, sino la libertad del espíritu».
Tampoco se dan cuenta de que adorar a lo que hoy está de moda es dar culto a lo que mañana será anticuadísimo, porque no hay nada tan fugitivo como el fuego de artificio de la novedad. Un hombre verdaderamente libre es aquel, me parece, que piensa y dice lo que cree pensar y decir, y jamás se pregunta si con ello está o no al último viento. Y será doblemente libre si no se encadena a grupos, a bloques de pensamiento. — Razones para la alegría, punto 14