Tener paciencia no es tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso, la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31). — Amoris Laetitia. Punto 92