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Aunque orar es fundamentalmente obra de la gracia, es también un arte, y como arte está sometido, a nivel psicológico, a las normas de todo aprendizaje como en cualquier actividad humana. El orar bien exige, pues, método, orden y disciplina. En una palabra, técnica. Comprendo que a una simple campesina, sin necesidad de técnica alguna, Dios, por la vía de gracias infusas y gratuidades extraordinarias, puede descubrirle insondables panoramas del misterio de su ser y su amor — Muéstrame tu rostro. Pag, 109
Ignacio LarrañagaIgnacio Larrañaga
Pero esas gracias ni se merecen ni se consiguen a pulso. Se «reciben» fuera de todo cálculo y lógica porque son gratuidad absoluta. La técnica, sin la gracia, no logrará ningún resultado. Pero, en sentido inverso, he observado también muchas veces y a simple vista que fuertes llamadas, almas dotadas de alta potencia, han quedado en las primeras rampas de la vida con Dios por falta de esfuerzo o disciplina, cuando en realidad habían «recibido» alas y fuelles para ascensiones extraordinarias.
Pensemos cuántos años se necesitan, cuántas energías, métodos y pedagogías, para cualquier formación humana: un pintor, un compositor, un profesional, un técnico. Si el orar es, entre otras cosas, un arte, no soñemos con alcanzar un alto estado en la vida con Dios sin energía, orden y método. Es cierto que aquí contamos con un pedagogo original que puede echar por la borda todos los métodos, meternos en las veredas más sorprendentes saltando por encima de las leyes psicológicas y pedagógicas. Pero normalmente Dios se somete a las leyes evolutivas de la vida, igual que en el caso del grano de mostaza: es una semilla insignificante, casi invisible. Se siembra. Pasan los días y semanas, y, al parecer, no ocurre nada. Sin embargo, al cabo de un cierto tiempo, comienza a asomar algo así como un proyecto de planta que casi no se ve. Pasan los meses, crece y crece hasta que se forma un tupido arbusto, echa ramas y vienen los pájaros a poner sus nidos (Me 4,30-33). Este proceso lento y evolutivo es válido para toda vida, para el crecimiento en la oración, en la vida fraterna, para plasmar en nuestra vida la figura de nuestro Señor Jesucristo.
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