Durante mucho tiempo, en la oración de la tarde, yo me colocaba delante de una hermana que tenía una curiosa manía, y pienso que también… muchas luces interiores, pues rara vez se servía de algún libro. Verá cómo me di cuenta. En cuanto llegaba esa hermana, se ponía a hacer un extraño ruido, parecido al que se haría frotando dos conchas una contra otra. Sólo yo lo notaba, pues tengo un oído extremadamente fino (demasiado a veces). Imposible decirle, Madre, cómo me molestaba aquel ruidito.

Sentía unas ganas enormes de volver la cabeza y mirar a la culpable, que seguramente no se daba cuenta de su manía. Era la única forma de hacérselo ver. Pero en el fondo del corazón sentía que era mejor sufrir aquello por amor de Dios y no hacer sufrir a la hermana. Así que seguía quieta y trataba de unirme a Dios y de olvidar el ruidito… Todo inútil.

Me sentía bañada de sudor, y me veía forzada a hacer sencillamente una oración de sufrimiento. Pero a la vez que sufría, buscaba la manera de hacerlo sin irritarme, sino con alegría y paz, al menos allá en lo íntimo del alma. Trataba de amar aquel ruidito tan desagradable: en vez de procurar no oírlo (lo cual era imposible), centraba toda mi atención en escucharlo bien, como si se tratara de un concierto maravilloso, y pasaba toda la oración (que no era precisamente de quietud) ofreciendo aquel concierto a Jesús. — Historia de un Alma. Pag, 191