Me alzaré y rodearé la ciudad: por las calles y las plazas buscaré al que amo… Y no sólo la ciudad: correré de una parte a otra del mundo —por todas las naciones, por todos los pueblos, por senderos y trochas— para alcanzar la paz de mi alma. Y la descubro en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son —al contrario— vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios.

Y cuando nos acecha —violenta— la tentación del desánimo, de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de una nueva noche en el alma, nos pone el salmista en los labios y en la inteligencia aquellas palabras: con Él estoy en el tiempo de la adversidad. ¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz, la mía; ante tus heridas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita pesadumbre que has cargado Tú sobre mis espaldas? Y los corazones vuestros, y el mío, se llenan de una santa avidez, confesándole —con obras— que morimos de Amor.

Nace una sed de Dios, una ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro… Considero que el mejor modo de expresarlo es volver a repetir, con la Escritura: como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!. Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente. — Amigos de Dios, 310