

—No —me respondió—. Eso sería cobardía. ¿Acaso no me conoce? He robado bancos y oficinas postales en sumas que ascienden a un cuarto de millón de dólares. Pasé más de treinta años en la cárcel y he matado a dos personas. ¿Por qué debería, ahora al final de mi vida, ser un cobarde y pedirle a Dios que me perdone? —Bueno —le dije—, veamos si es tan valiente mañana a la mañana, cuando venga a las ocho. No estaré solo. Vendré con el Buen Dios y con el Santísimo Sacramento. Estoy seguro de que no podrá ignoramos. Cuando regresé, me abrió la puerta e hizo su confesión. Luego comulgó; y esto terminó siendo su viático, pues al día siguiente murió. No fue el primer ladrón a quien el Señor salvó en su último día. — Tesoro en Vasija de Barro. Pag, 133