En Pascua, la Iglesia anuncia a los millones de hombres, que la absolución verdadera existe, que no es solo una leyenda, una cosa bellísima, aunque inalcanzable. Jesús ha destruido el documento escrito, “canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la quitó de en medio clavándola en la Cruz” (Col 2, 14). Lo ha destruido todo. “Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús” (Rom 8, 1).

¡Ninguna condenación! De ningún género, ni interna ni externa, ¡para los que están o creen en Cristo Jesús! No hay culpa, por grande que sea, que resista a esta “absolución”. Si vuestro corazón os reprende, sabed que Dios es más grande y generoso que vuestro mismo corazón (cfr. 1 Juan 3, 20). “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?” (Rom 8, 33-34). ¡Son palabras una más sublime que la otra las que se escuchan en Pascua! “Dios justifica” significa: que a su respecto hace de nuevo justos y santos, que rehabilita, que reintegra, que proclama una amnistía. Amnistía proviene del griego y significa “ya no recordar más” (tiene el mismo origen que amnesia). Pero, las amnesias humanas son siempre parciales, a mitad. De igual forma, cuando la justicia humana otorga la gracia no olvida; todavía se permanece etiquetado, el certificado de antecedentes penales siempre permanece sucio. No así con respecto a Dios. Cuando Él perdona, olvida, cancela, “¡destruirá nuestras culpas y arrojará al fondo del mar todos nuestros pecados!” (Miq 7, 19) – Homilía del Domingo de Pascua de 2015.