A través de diversos medios, Dios no cesa de interpelarnos, de invitarnos a ponernos en movimiento en una u otra dirección. Y al mismo tiempo, nos da la gracia y la fuerza necesarias para ello. La llamada puede estar relacionada con decisiones importantes en nuestra vida y llegar a ser una vocación en el sentido clásico (la vocación a la vida consagrada, al matrimonio, a una misión especial en la Iglesia o en la sociedad).

Pero con mucha frecuencia, las llamadas que nos dirige Dios se refieren a las pequeñas cosas de cada día: la invitación al perdón, a un acto de confianza en una situación difícil, a un servicio prestado a alguien encontrado en nuestro camino, a un rato de oración… Es también importante llegar a «detectar» esas llamadas y aceptarlas, incluso si su objeto parece nimio, pues el camino que nos trazan permite el despliegue de una vida extraordinariamente rica y abundante, mucho más de lo que creemos.

En toda respuesta a la llamada de Dios, aunque sea ínfima en su objeto, hay un añadido de vida, de fuerza y de aliento que se nos comunica, pues Dios se da al que se abre a sus llamadas. Además, nos lleva a entrar progresivamente en una auténtica libertad, como ahora veremos — Llamados a la vida, cap. 1