¿Y quién soy yo para que la Madre de mi Señor me hable a mí? Bendita seas, Madre Santísima, y sean benditas tus palabras. Ellas son leche y miel sobre tu lengua, y su aroma es superior a todos los demás aromas.

Mi alma ha quedado profundamente conmovida por tus palabras, Oh, María. Por cierto, apenas tu voz consoladora llegó a mis oídos, mi alma se ha estremecido de alegría, mi espíritu ha recuperado vigor y todo mi corazón ha sido inundado de nuevo gozo, puesto que hoy me has anunciado cosas buenas y jubilosas.

Estaba triste, pero ahora estoy feliz por tus palabras. Tu voz es suave a mis oídos: yo estaba oprimido y desalentado, pero ahora me encuentro alegre y verdaderamente confortado. — Imitación de María, cap. II, punto 7