La santidad de Cristo resulta, como se ve, de dos elementos: uno negativo, que es la absoluta falta de todo pecado, y uno positivio, que es la constante y absoluta adhesión a la voluntad del Padre.

En Jesús hubo una perfecta coincidencia entre ser, deber ser y poder ser. En efecto, Él no hizo en su vida, solo lo que debía, sino también todo lo que podía que, en su caso, es infinitamente más. Su medida no fue una ley, sino el amor.

Hoy nosotros tenemos la posibilidad de acercarnos a un nuevo aspecto de la santidad de Cristo, vedado a los Padres por causa de ciertos condicionamientos debidos a la cultura de su tiempo y a la preocupación de no favorecer la herejía arriana.

Basando la santidad de Cristo sobre la unión hipostática, o sobre la encarnación, ellos estaban constreñidos a atribuir a Jesús una santidad esencial, existente en Él desde la iniciación de la vida e inmutable, que el paso de los años a lo sumo podía contribuir a que se manifestara, y no que aumentara. El Espíritu Santo que Jesús recibe en el bautismo del Jordán no estaba dirigido, según ellos, a santificar la humanidad de Cristo, sino la nuestra —Jesucristo, el Santo de Dios, 20.