En el invierno la vida es dura en las ermitas de la montaña. La soledad se hace más grande todavía y más temible también. El hombre se queda solo donde todo rastro de vida se ha borrado. Solo con sus pensamientos y sus deseos. Desgraciado entonces del que ha venido a la soledad sin haber sido empujado por el Espíritu. Durante días enteros, grises y fríos, el solitario tiene que quedarse encerrado en su celda. Afuera la nieve cubre todos los senderos o lo empapa todo una lluvia glacial. El hombre está solo ante Dios, sin escapada posible, sin libros para distraerle, nadie que le mire o le anime. Se encuentra siempre vuelto a sí mismo. A su Dios o a sus demonios. Reza. Y, a veces, también escucha lo que pasa fuera. No es un canto de pájaros lo que oye, sino el silbido del viento que sopla sobre la nieve. Tiembla de frío. No ha comido quizá desde por la mañana, y se pregunta si los hermanos que han salido para mendigar le traerán algo. — Sabiduría de un pobre. Pag, 10