¡Oh, Señor mío!, cuando pienso por qué de maneras padecisteis y cómo por ninguna lo merecíais, no sé qué me diga de mí, ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo. Ya sabéis Vos, Bien mío, que si tengo algún bien, que no es dado por otras manos, sino por las vuestras. Pues, ¿qué os va, Señor, más en dar mucho que poco?

Si es por no merecer yo, tampoco merecía las mercedes que me habéis hecho. ¿Es posible que he yo de querer que sienta nadie bien de cosa tan mala, habiendo dicho tantos males de Vos, que sois bien sobre todos los bienes?

No se sufre, no se sufre, Dios mío –ni querría yo lo sufrieseis Vos–que haya en vuestra sierva cosa que no contente a vuestros ojos. Pues mirad, Señor, que los míos están ciegos y se contentan de muy poco. Dadme Vos luz y haced que con verdad desee que todos me aborrezcan, pues tantas veces os he dejado a Vos, amándome con tanta fidelidad. — Camino de perfección, p. 65