La fe cristiana nace con una apertura universal. Jesús había dicho a sus apóstoles que vayan a «todo el mundo»(Mc 16, 15), que «hagan discípulos a todas las gentes»(Mt 28, 19), que sean testigos «hasta los confines de la tierra»(Hch 1, 8), que «prediquen a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados»(Lc 24, 47).

El inicio práctico de esta universalidad se da ya en la generación apostólica, no sin dificultades o heridas. El día de Pentecostés se supera la primera barrera, la de la raza (los tres mil convertidos pertenecían a pueblos distintos, pero eran todos creyentes judíos); en casa de Cornelio y en el llamado Concilio de Jerusalén, sobre todo por impulso de Pablo, se supera la barrera más difícil de todas, la religiosa, que dividía a los judíos de los gentiles.

El Evangelio tiene ante sí al mundo entero, aunque momentáneamente este mundo es limitado, en el conocimiento de los hombres, a la cuenca mediterránea y a los confines del Imperio Romano. — Como la estela de una nave, cap. 1