

El amor, al que el apóstol Pablo dedicó un himno en la primera carta a los Corintios —amor «paciente», «servicial», y que «todo lo soporta» (1 Co 13, 4. 7)—, es ciertamente exigente. Su belleza está precisamente en el hecho de ser exigente, porque de este modo constituye el verdadero bien del hombre y lo irradia también a los demás. En efecto, el bien —dice santo Tomás— es por su naturaleza «difusivo». El amor es verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás. Solo quien, en nombre del amor, sabe ser exigente consigo mismo, puede exigir amor de los demás; porque el amor es exigente.
Lo es en cada situación humana. Lo es aún más para quien se abre al Evangelio. ¿No es esto lo que Jesús proclama en «su» mandamiento? Es necesario que los hombres de hoy descubran este amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia; un fundamento que es capaz de «soportar todo». Según el Apóstol, el amor no es capaz de «soportar todo» si es «envidioso», si «es jactancioso», si «se engríe», si no «es decoroso» (cf. 1 Co 13, 4-5).
El verdadero amor, enseña san Pablo, es distinto: «Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 7). Precisamente este amor «soportará todo». Actúa en él la poderosa fuerza de Dios mismo, que «es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Actúa en él la poderosa fuerza de Cristo, redentor del hombre y salvador del mundo. —Gratisiman Sane. Punto 14