

Jesucristo, desde lo alto del cielo, te mira con bondad y te invita amorosamente: «Ven, ¡oh alma querida!, al descanso eterno: entre los brazos de mi bondad, que te ha preparado delicias inmortales, en la abundancia de su amor». Contempla, con los ojos del alma, a la Santísima Virgen, que te llama maternalmente: «Ánimo, hija mía, no desprecies los deseos de mi Hijo, ni tantos suspiros que yo hago por ti, anhelando con Él, tu salvación eterna».
Mira los santos que te exhortan y un millón de almas que te invitan suavemente, y que otra cosa no desean que ver tu corazón unido al suyo, para alabar a Dios eternamente, y que te aseguran que el camino del cielo no es tan escabroso como el mundo lo presenta: «Seas esforzada, querida amiga, te dicen ellas; el que considere bien el camino de la devoción, por el cual nosotros hemos trepado, verá que hemos alcanzado estas delicias mediante otras delicias incomparablemente más suaves que las del mundo». — Introducción a la vida devota, capítulo XVII, punto 4