

Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos. La contemplación está olvidada, la adoración y alabanza es poco comprendida. El criterio de la eficacia, el rendimiento, la utilidad, funda los juicios de valor. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente. Hasta los cristianos, a fuerza de respirar esta atmósfera, estamos impregnados de materialismo, de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él. Nos absorben las mil ocupaciones. — Un fuego que enciende otros fuegos. Pag, 35