Confesémoslo: de la oración esperamos siempre un fruto sensible, inmediatamente perceptible. Esto es un deseo santo, propio del creyente que anhela sentir la cercanía de su Dios. En cambio hay días, meses, años, en los cuales no pasa nada, estás sentado en el coro y te preguntas: «¿Qué hago aquí?» y te respondes: «voy a hacer otra cosa, voy a leer un libro, continúo preparando la homilía». Vivimos en la sociedad de las emociones, es cierto: ¡y aquello que me emociona es considerado como altamente significativo! También en la vida de oración, luego de haber vivido experiencias fuertes, en las que percibimos con claridad la hermosura de estar con el Señor, nace el deseo de que esta percepción dure por siempre — San Francisco de Asís. Pag, 5