No puedo recordar un momento de mi vida en el que no haya querido ser sacerdote. En los primeros años de mi adolescencia, mi padre solía enviarme a una de sus granjas. Recuerdo arar la tierra en primavera -veía saltar el maíz joven ante mis ojos-, y mientras removía la tierra fértil, solía rezar el Rosario pidiendo por una vocación. Nunca mencioné mi vocación a otros, ni siquiera a mis padres, aunque mucha gente les decía que yo probablemente sería sacerdote. Ser un monaguillo en la catedral de chico alimentó los fuegos de mi vocación, como también lo hizo la inspiración de los sacerdotes que nos visitaban cada semana. Jamás omitíamos el Rosario, que rezábamos todas las noches en familia antes de acostarnos — Tesoro en vasija de barro. Pag 18