Los primeros cristianos se preguntaban: –¿Cómo se salva a un hombre? –Amándolo, sufriendo con él, haciéndose uno con él, en el dolor, en su propio sufrimiento. No con discursos, que no cuesta nada pronunciarlos; con sermones que no cambian nuestras vidas; ¡sino con la evidente demostración del amor! La Iglesia necesita no demostradores, sino testigos. — Un fuego que enciente otros fuegos. Pag, 59