

En un mundo en el que la fuerza tiene la última palabra, el Evangelio no anuncia ingenuamente la supremacía de la debilidad, pero nos enseña en dónde reside la fuerza. La fuerza segura de sí misma no tiene que mostrarse brutal: esa fuerza, intransigente y serena, que acaba por triunfar sobre todas las violencias, es el dominio de sí mismo. Pues así como los pobres, según el Evangelio, son los verdaderos ricos, los mansos son los verdaderos fuertes. — Las bienaventuranzas, cap. XI