Al sentir el dolor de nuestras pérdidas, nuestros corazones afligidos nos hacen abrir los ojos interiores a un mundo en el que se sufren pérdidas que exceden con mucho nuestro reducido mundo de la familia, los amigos y los colegas. Es el mundo de los presos, los refugiados, los enfermos de sida, los niños que mueren de hambre y los innumerables seres humanos que viven atenazados por el miedo. Entonces el dolor de nuestros gimoteantes corazones nos conecta con el llanto y los gemidos de una humanidad que sufre. Y nuestro lamento se hace aún mayor que nosotros mismos.

Pero en medio de todo ese dolor se alza una voz realmente extraña, llamativa y sorprendente. Es la voz del que dice: «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados». Esta es la inesperada noticia: nuestra aflicción encierra una bendición oculta. ¡No son objeto de bendición los que consuelan, sino los que sufren! De algún modo, a pesar de nuestras lágrimas, hay un regalo escondido. De algún modo, a pesar de nuestros lamentos, se dan los primeros pasos de la danza. De algún modo, el dolor que nos ocasionan nuestras pérdidas es parte de nuestros cantos de agradecimiento. — Con el corazón en ascuas, capítulo 1