

¿Dónde debo encontrar a mi Dios? ¿Dónde apoyar este pobre corazón, que siento como desgajarse del pecho? Lo busco con constancia, pero no lo encuentro; llamo al corazón del divino prisionero y no me responde. ¿Qué es, pues, esto? ¿Mi infidelidad lo ha hecho así de inflexible? ¿Podré esperar misericordia y que Él, al fin, escuche mis gritos, o debo renunciar a esta esperanza? Oh Dios, que la horridez de mi obstinación sea al fin vencida.
¡Bien mío!, que yo te ame al límite de ese amor que tú me pides; que yo te encuentre por fin en esta afanosa y lacerante búsqueda. Padre mío, desnudo y desvalido está mi espíritu; árido y seco para su Dios está este corazón; espíritu y corazón ya casi no se mueven por aquel que los creó por su bondad. Ya casi no tengo fe; soy incapaz de levantarme en las alas afortunadas de la esperanza, virtud tan necesaria para abandonarse en Dios, cuando el momento álgido de la tempestad golpea y la desbordante medida de mi miseria me aplasta.
No tengo caridad. ¡Ah!, que amar a mi Dios es consecuencia de un conocimiento pleno, de una fe expresada en obras, y de unas promesas en las que el alma se sumerge, se recrea y se abandona, e incluso reposa en la dulce esperanza. No tengo caridad para el prójimo, porque esta es consecuencia de aquella; y, faltando la primera, de la que desciende a las ramas la savia vital, todas las ramas se secan. — 365 días con el Padre Pío. Pag, 97