

La expresión «amor de Dios» tiene dos acepciones muy diversas entre sí: una, en que Dios es objeto, y otra, en que Dios es sujeto; una, que indica nuestro amor a Dios, y otra, que indica el amor de Dios a nosotros. La razón humana, proclive por naturaleza más a ser activa que pasiva, ha concedido siempre la primacía al primer significado, es decir al «deber» de amar a Dios. Incluso la predicación cristiana, a menudo, ha seguido esta vía, al hablar, en algunas épocas, casi solamente del «mandamiento» de amar a Dios y de los grados de este amor («De diligendo Deo»). La revelación, sin embargo, da la primacía al segundo significado: al amor «de» Dios, no al amor «a» Dios. Decía Aristóteles que Dios mueve al mundo «en cuanto es amado», es decir en cuanto es objeto de amor y causa final de todas las criaturas (Metaf, XII, 7, 1072 b). La Biblia, sin embargo, dice lo contrario: que Dios crea y mueve el mundo en cuanto «ama» al mundo. Lo más importante, por lo que se refiere al amor de Dios, no es, pues, que el hombre ame a Dios, sino que Dios ama al hombre y lo ama él primero: En esto consiste su amor: no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino Dios el que nos ha amado a nosotros (1 Jn 4, 10). — Vivamos para el amor. Pag, 7