

Ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni una sola nube oscurecía mi cielo azul… Sí, me sentía plenamente compensada de todas mis pruebas…
¡Con qué alegría tan honda repetía estas palabras: «Estoy aquí, para siempre, para siempre…»! Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con las ilusiones de los primeros días.
¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo. Encontré la vida religiosa tal como me la había imaginado. Ningún sacrificio me extrañó.
Y sin embargo, tú sabes bien, Madre querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas… Sí, el sufrimiento me tendió los brazos, y yo me arrojé en ellos con amor… A los pies de Jesús, en el interrogatorio que precedió a mi profesión, declaré lo que venía a hacer en el Carmelo: «He venido para salvar almas, y, sobre todo, para orar por los sacerdotes».
Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que las almas quería dármelas por medio de la cruz; y mi anhelo de sufrir creció a medida que aumentaba el sufrimiento.
Durante cinco años, éste fue mi camino. Pero, al exterior, nada revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso cuanto que sólo yo lo conocía.
¡Qué sorpresas nos llevaremos al fin del mundo cuando leamos la historia de las almas…! ¡Y cuántas personas se quedarán asombradas al conocer el camino por el que fue conducida la mía…! —Historia de un alma. Pag, 114