

No lloré al nacer ni lo hice hasta seis meses después. Habituados mis padres al casi continuo llanto de mi hermana mayor, creyeron que alguna enfermedad motivaría esta rareza. Consultaron un médico quien, después de examinarme, ¡halló que la chica tenía una salud completa! A veces pienso que como Dios no hace nada al acaso, esta circunstancia entrañaría algo de mi futuro destino. Me necesitabas, Dios mío (perdóname esta palabra), ¡me necesitabas tan guapa, tan sin nervios, tan aguantadora! Además, ¡cómo había de llorar al entrar en la vida, aquella que tanto iba a agradecerte ese préstamo! ¡Aquella a quien ibas a hacer tan venturosa a las pocas horas de vida! ¡Oh, Dios mío! Quizás me excluiste de la ley general del llanto, en aquel asomar de la vida, porque, ¡más tarde tendría que llorar mis propios pecados y los ajenos! ¡Sería porque mis lagrimales no se vaciaran sino por un motivo justo! Pienso tantas cosas que me llenan de agradecimiento. ¡Y mi amor tan poco proporcionado a tus dádivas! — Historia de las misericordias de Dios a un alma. Pag, 30