Lo primero y más decisivo que vamos a decir es por tanto algo que constituye el fundamento de toda sabiduría de la vida: que sólo envejece de manera correcta quien haya aceptado interiormente su envejecimiento.

Esto no es, en modo alguno, algo que quepa dar sin más por supuesto, y tampoco es de ninguna manera fácil. Con mucha frecuencia sucede que la persona no acepta su envejecimiento, sino que meramente lo sufre.

Como es natural, con ello no puede suprimir el hecho de que tiene setenta años en vez de cincuenta o treinta; que sus fuerzas ya no le dan para subir con brío las escaleras, sino que tiene que hacerlo muy despacio; que su piel ya no es tersa, sino arrugada.

Pero lo intenta, y de esa manera cae en una profunda falsedad. Qué frecuentemente es esto lo que sucede, nos lo muestra ya la primera mirada que dirijamos a las personas que encontramos en el tranvía, en una reunión social o en el teatro. Hacen todo lo posible por encubrir el hecho del envejecimiento y aparentar una juventud que no poseen.

Pero ese engaño no les sale bien ni siquiera externamente, ya que a la mirada experimentada no se le escapa que están representando una comedia, de manera que a la falsedad se añade el ridículo.

La primera exigencia es por tanto ésta: aceptar la vejez. Cuanto más sinceramente se haga, cuanto más ahonde la mirada en su sentido y cuanto más pura sea la obediencia a la verdad, tanto más auténtica y valiosa será la fase de la vida que lleva ese nombre.—Las etapas de la vida. Pag, 48