

Durante años traté de ver a Dios en la diversidad de experiencias humanas: soledad y amor, pena y alegría, resentimiento y gratitud, guerra y paz. Intenté comprender los altibajos del alma humana, para poder percibir el hambre y la sed que solo un Dios cuyo nombre es Amor podía satisfacer.
Traté de descubrir lo duradero más allá de lo pasajero, lo eterno más allá de lo temporal, el amor perfecto más allá de los miedos que nos paralizan, y la consolación divina más allá de la desolación provocada por la angustia y la desesperación humanas.
Procuré proyectarme más allá de la calidad mortal de nuestra existencia hacia una presencia más duradera, más profunda, más abierta y más maravillosa de lo que podemos imaginar, e intentaba hablar de esa presencia como una presencia que ya desde ahora puede ser vista, oída y palpada por aquellos que quieren creer.
Sin embargo, en el tiempo pasado aquí, en Daybreak, he sido conducido a un lugar más interior, en el que no había estado antes. Es un lugar dentro de mí donde Dios ha elegido hospedarse.
Donde me siento a salvo en el abrazo de un Dios todo amor que me llama por mi nombre y me dice: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.» Donde saboreo la alegría y la paz que no existen en este mundo. Este lugar siempre ha estado allí. Yo siempre supe que era la fuente de gracia. Sin embargo, no había sido capaz de entrar y vivir allí de verdad. Jesús dice: «El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él.» (Jn 14,23) Estas palabras siempre me han impresionado profundamente. ¡Soy la casa de Dios! — El regreso del hijo pródigo, p. 19