La ansiedad ha hecho tanto estragos durante esta pandemia. Estos días, no sé cómo los estés llevando tú, pero yo me siento muy cambiada. De pronto hay cosas que traigo en la cabeza que hace unas semanas no, lo que antes me importaba hoy ni siquiera le encuentro sentido. Emociones que hoy me quitan el sueño, hace unas semanas no existían… y para ser sincera: ni siquiera sabría reconocer qué sentimientos son.

La ansiedad me empezó a invadir poco a poco

Me di cuenta primero con mis conversaciones: me ponía muy nerviosa que ciertas personas no me respondieran los mensajes, me cuestionaba si me querían. De pronto me sorprendí a mí misma repasando todo lo que había vivido con ellas, ¿será que no me querían tanto como solían decírmelo?

Volvían los traumas: de mi niñez, de chicos con los que salí, me culpaba por lo que había hecho y por lo que no, pensaba si debía llamarles, ¿qué hubiera pasado si me hubiera casado con ellos? La ansiedad me arrebataba la paz, tenía mil pensamientos de toda clase invadiendo mi mente.

Después viendo Netflix, las series o películas que antes ni quería ver, ahora me gustaban. Lo más gracioso, es que Netflix ni me las dejaba encontrar porque no eran «sugeridas» para mi gusto. Películas con bastante carga sexual o incluso de terror. ¿Por qué ahora me daban tantas ganas de verlas? Y la comida… ¡la comida! Podía ahora comer dos bolsas de chucherías sin llenarme, sin pensar.

Mi estado de ánimo cambió drásticamente

Mis enojos eran más constantes, parecía que no toleraba muchos a los demás, solo quería estar sola. Me molestaba que parpadearan, que no lavaran su plato, que no me respondieran un saludo. Sentía ganas de encerrarme de nuevo en mi mundo donde solo yo sabía lo que sí estaba bien.

Entonces tocó la celebración de la Pascua por Internet. Pude sentir esa paz y esa calma que solo puede regalar Dios. En ese momento pude sentir que todo eso que me hervía por dentro… se desvanecía.

La oración me permitió entender todo mejor

Y pude darme cuenta de algo, cuando dejamos que Dios nos toque y nos llegue, no es para que nos quite las tentaciones, ni para que nos pague con virtudes el tiempo de oración que le dedicamos, como un intercambio mercantil.

El primer regalo que nos otorga Dios en la oración es la calma. Él calma nuestras aguas y es así como podemos ver con más claridad qué es lo que hay debajo de ese mar de angustia. Cuando llega la calma podemos encontrar qué es realmente lo que nos perturba.

Esa noche llegué a mi cama y en lugar de sumergirme de nuevo en esas olas de emociones que ni sabía nombrar, de pensamientos neuróticos sobre mi pasado y mi futuro, en películas llenas de sensaciones que me dejaban sin energía y encerrada en mi habitación: pude llorar, sin miedo, sin pausas, sin prisa. Pude desahogare al fin.

San Ignacio llamaba «Examen del día» no solo a nombrar los pecados, sino a nombrar esos sentimientos, momentos y emociones que nos llevan a pecar —contra nosotros mismos principalmente—. El examen consiste en calmarnos y meditar. Dejar que Jesús detenga esas aguas que nos arrebatan la paz y finalmente mirar qué es realmente lo que hay debajo: ¿es miedo, es tristeza, es decepción, es frustación?

Deja que Dios obre en ti, que te libere

En estos momentos hay que darnos el permiso de calmar la tormenta, aunque sintamos que estamos siendo egoístas o demasiado ingenuos como para no estar todo el santo día preocupados en medio de una pandemia global con todas sus consecuencias, es un acto de santidad.

Parece que en estos días de crisis más evidente —porque hay crisis internas o más íntimas que no lo son— nos salen los demonios que andan siempre ahí un poco más invisibles. El punto no es asustarnos de nosotros mismos —que es fácil y más en estas condiciones que parecen habernos arrebatado toda libertad— sino que nos podamos calmar y podamos asimilar lo que realmente sentimos.

Porque si me recargo en mi propia fuerza para vivir estos tiempos de crisis me caigo, me caigo en esos hábitos de corromperme, en obsesiones infinitas, en odios espontáneos. Pero si me abandono en la fuerza de Dios, de la resurrección, me lleno de su fuerza, el miedo se desvanece en su esperanza, mi alma reposa silenciosa en su canción de cuna.

Abraza la calma que Dios te regala

Calma. No porque seamos pasivos, sino para dejarnos ver con mayor claridad estos tiempos, tanto dentro de nosotros como fuera. Y creo que el exterior a veces lo tenemos demasiado trabajado: estadísticas, curvas, recursos, países, gobiernos… ¿Y dentro?

Muchos santos vivieron en claustros mientras afuera el mundo parecía desmoronarse, y quizá debemos hoy tomar sus consejos: no es tanto lo que se vive fuera sino cómo dejo que me mueva.

No se trata de ser fuertes y perfectamente sanos mental y físicamente para no entrar en crisis, sino de vivir la crisis y vivirla bien, sin evadirla, sin hacernos los locos cuando la ansiedad nos desborde. Sin caer en círculos de vicio, sin dejarnos robar la energía en miedos y posibles escenarios, para dejar que Dios sane nuestro corazón roto, ese que tanto ama consolar.

Para terminar esta reflexión te comparto un hermoso fragmento del salmo 147, que puede ser muy útil cuando la ansiedad parezca consumirnos por dentro, espero que te sirva tanto como a mí:

Salmo 147

Sana los corazones destrozados y venda sus heridas.
Él cuenta las estrellas una a una y llama a cada una por su nombre.
No le atraen los bríos del caballo,
ni un hombre por sus músculos le agrada.
Envía su palabra y los derrite, sopla su viento y corren las aguas.