La belleza ha sido siempre cosa de griegos. Un canon perfecto en el cual la proporción y la armonía de las partes, el peso y el contrapeso están perfectamente balanceadas. El ojo descansa porque encuentra el orden con el que todo ha sido hecho. Así es, esta belleza no tiene nada que ver con un bebe. Él es como todos los demás bebes: la armonía y la perfección tal vez llegarán algún día; pero ahora es solo pequeño, tiene pocos cabellos, hace caca, vomita y llora.

La belleza no es cosa de gente que ha nacido en países de Palestina. La belleza es cosa de escultores capaces de transformar hasta el viento en piedra, de pintores que conocen los colores de lo que no se puede ver. La belleza es artificio y perfección. No tiene olor. No es — ¡no, Señor! — cosa de carpinteros ni de amas de casa, la belleza. No tiene nada que ver con la vida cotidiana, la belleza. Con los pañales, la papucha, las plantas, las vigilias y esa sonrisa que no se sabe bien a quién va dirigida.

La belleza es cosa de los dioses: ellos sí que comen néctar y ambrosía, no se lastiman jamás, hacen lo que quieren. Son bellísimos y fortísimos. Las diosas tienen brazos blancos y rizos hermosos. Los dioses hacen temblar los cielos y los atraviesan con un soplido. ¡Son tan distintos de la carne! La belleza de ninguna manera podría ser cosa de bebes. Los dioses nunca fueron bebes débiles ni ordinarios hasta el punto de pasar por hijos de una pareja de pelagatos (con la mujer embaraza no se sabe bien de quién). La belleza es cosa de los héroes, de los kaloikaiagathoi, tan bellos como perfectos: gente invencible — si no fuese por ese talón — , capaces de cualquier esfuerzo, de pies veloces y mentes poliédricas. Estos de aquí nacieron maduros, nunca fueron párvulos, se avergonzarían siquiera de pensarlo. Y si alguno nació niño seguramente fue un prodigio que apenas dado a luz ya estrangulaba serpientes.

La belleza no está asociada a bebes desconocidos de una periferia revoltosa y complicada del imperio. No tiene nada que ver con críos que deben aprender a gatear, caminar, leer y ganar buenos modales. Tal vez la belleza los roza, porque todo bebe a su modo es bello, sobre todo cuando sonríe o se aferra al dedo de un adulto con toda la manita, pero esa no es una belleza imperecedera. Esa es la vida ordinaria y de ninguna manera se parece a la belleza. La belleza es cosa extraordinaria, no tiene nada que ver con el aburrimiento cotidiano de una familia cualquiera, que vuelve después del nacimiento del hijo. Después de la celebración aparecen las orejeras. No, no hay belleza en la vida cotidiana, en ella todo es igual, monótono. De vez en cuando, sí, destella una esquirla de belleza pero — como siempre — solo será un fulgor pasajero arrebatado a la fortuna, una tímida luz bañada en la melancolía de lo que no dura, de lo que nunca llegó completamente para mí. En la vida ordinaria todo termina por arruinarse, por romperse, en fin… por no durar. Por esto necesitamos la belleza de los griegos, sinonimo de un “para siempre” perfecto y luminoso.

Solo el amor se parece un poco a esto. Si no existiese el amor no me levantaría jamás por las mañanas. El amor por un libro, por un paisaje, por un amigo, una mujer o una madre. Es la única cosa del día a día que nunca termina por aburrirme. Pero también el amor se rompe y… !qué difícil es reparar un amor roto! Cuando encuentro este tipo de belleza me aferro a ella como las conchas a la roca o como un pulpo a su presa, para que no escape demasiado rápido, y me deje solo un recuerdo agridulce.

Pero… ¿ese bebe? ¿Es el amor en persona? ¿El amor que se ha vuelto persona? ¿El amor hecho limite y vida cotidiana? ¡No puede ser! Si fuese verdad, otra belleza habría entrado en el mundo, en el silencio, sin pompa ni brillo alguno. Todo se volvería improvisadamente bello: los pañales, la papucha, las vigilias, las sonrisas y las lágrimas. Todo se volvería inesperadamente divino, porque no hay nada humano que ese niño no deba hacer: es un hombre y no hay nada humano que le sea ajeno.

Esta es la noticia. Si es así, hay una belleza que no se arruina, que no se rompe, que no tiene nada que ver con el néctar y la ambrosía, con la proporción y la armonía, pero que tiene que ver con la vida cotidiana, con el sudor, los cabellos, la piel, las manos ajadas, la fatiga, el desaliento, la tristeza, el miedo, el fracaso, la sangre, el frío y el sueño. Una belleza sin perfección. Una belleza fecundada por los limites y la desproporción, para dar a luz a lo que dura eternamente. Esta es la belleza que yo busco… Esta belleza ha nacido por mí.

En un establo.

(Texto traducido. Autor: Alessandro D’avenia)