

Fue inevitable al ver este video, pensar en los Millennials que conozco –por no decir todos e incluyéndome a mí–. Y es que pienso que las personas de mi generación se caracterizan por manifestar constantemente, sobre todo a través de las redes sociales, un insaciable anhelo por alcanzar la felicidad.
Claramente no se trata de una cualidad extraordinaria o exclusiva de quienes vivimos en estos tiempos. En realidad, la historia del hombre se podría resumir en constantes esfuerzos por alcanzar y vivir esta ansiada plenitud.
Sin embargo, cuando me detengo a mirar a mi alrededor, no puedo evitar pensar que tal vez, como le sucedió a la actriz Aislinn Derbez, la hemos estado buscando, e incluso encontrando, en lugares equivocados.
La búsqueda desesperada por alcanzar la plenitud
No solo en el terreno profesional o académico, también en nuestras vidas íntimas, nuestras relaciones con las personas que más amamos. Incluso nuestras vidas espirituales junto a las obras de misericordia con las que nos comprometemos, parecen convertidas en una competencia, donde todos estamos, implícitamente, obligados a ganar una medalla de oro.
Y lo que es peor, en algunas ocasiones, al toparnos con nuestra humanidad y darnos cuenta que no podemos ser exitosos ni irreprochables en todo lo que hacemos, creemos que nuestros esfuerzos por ser mejores nunca valdrán la pena. Porque la frustración que nos invade al no alcanzar esa supuesta felicidad, termina siendo insoportable.
Entonces, las preguntas se vuelven inevitables: ¿Cuál es el resultado de esta mentalidad? ¿Qué de bueno nos ha traído ver la vida de esta manera?
Como respuesta, solo encontramos un vacío, estrés crónico. Así como en el diagnóstico de trastornos depresivos o de ansiedad generalizada en niños, adolescentes y adultos jóvenes. Sin ir muy lejos, desde hace un tiempo, yo venía siendo parte de estas estadísticas tan preocupantes.
Las cosas también pueden salirse de control
No recuerdo en qué momento de mi vida los pensamientos catastróficos, la irritabilidad y los malestares fisiológicos, como sequedad en la garganta, opresión en el pecho, dificultades para dormir o respirar y el constante cansancio, empezaron a hostigarme.
Pero sí tengo grabado en la memoria cuándo dejaron de permitir que siguiera en paz con mi vida cotidiana. Fue en mis primeros años de universidad. Durante una difícil semana de finales, sentí tanta presión por obtener un alto promedio ponderado, por alcanzar los primeros puestos el día que me graduara y así tener las mejores oportunidades laborales, que sufrí una grave crisis de ansiedad.
No pude levantarme de mi cama durante varios días, me vi obligada a dejar de rendir aquellos exámenes. Cambiar varios cursos y lo más triste de todo, a olvidar por qué elegí la carrera de psicología como mi profesión y vocación. Claramente, no lo hice para ser la mejor de toda la facultad, sino para servir a los más necesitados a través de mis dones y así, ser plenamente feliz.
El proceso para sanar de una enfermedad mental, como el trastorno de ansiedad generalizada, no es fácil. Está repleto de altibajos y de algunas preguntas sin respuestas. Como por qué un Dios tan bueno permite que suframos de esa manera.
Pero a pesar de todo, hoy en día, gracias a la ayuda profesional y espiritual que vengo recibiendo, puedo decir con total seguridad, que he recuperado la paz.
¿En verdad Dios quiere que vivamos así?
Al mirar hacia atrás en todo este tiempo, recuerdo varios momentos que sacudieron mi zona de confort y me motivaron a pedir la ayuda que necesitaba para cambiar de rumbo.
Uno de ellos fue cuando una amiga, que hoy es como mi hermana, en una tarde fría y gris, en la que le conté todo por lo que estaba pasando, me hizo esta pregunta: ¿En verdad Dios quiere que vivas así?
La respuesta, claramente era que no. Pero en ese momento no supe responderle, porque era incapaz de concebir la felicidad fuera de los estándares de perfección que yo misma me había impuesto.
Recién ahora empiezo a entender que la felicidad que Dios pensó para mí, al regalarme la vida y padecer en la cruz, está muy lejos de exigirme ser la mejor en todo y, sobre todo, de costarle tan caro a mi salud mental.
Al ver las escenas finales de este video y empezar a escribir este post, decidí desempolvar los álbumes de mi familia y ahí, encontré una foto mía de cuando tenía cinco años. Estaba despeinada, sudando, con la ropa sucia y desarreglada, pero con una sonrisa enorme y la mirada brillante.
En ese momento de mi vida no me importaba ser la mejor. Yo solo quería divertirme, montar bicicleta en el parque, jugar con mis muñecas, comerme todas las galletas oreo que mi nonna compraba para regalarme después de almuerzo. Visitar a mis abuelos los domingos, tomar lonche con mis primos y jugar con ellos policías y ladrones o a las escondidas.
Es irónico, pero es como si de niña hubiera sabido perfectamente que la felicidad, la meta más alta que toda persona anhela alcanzar, se encuentra en los detalles más pequeños de la vida. A medida que fui creciendo, lo fui olvidando por completo.
Si pudiera encontrarme con la niña pequeña que alguna vez fui, le pediría que por favor, me enseñe a ser más como ella. Alguien capaz de descubrir la belleza en lo cotidiano de cada día y sentirse agradecida con todo lo que tiene.
Alguien que en el fondo de su corazón, sabe que la felicidad para la que Dios la creó no consiste en ser mejor que todo el mundo, sino en convertirse en la mejor versión de ella misma.
Para entregarse por el bien de otras personas, pero sobre todo, para abandonarse por completo en las manos de su Creador, que es de quien viene y a quien debe volver.
Creo que si tengo claro esto último, si entiendo que la meta más grande de mi vida es volver al cielo algún día, podré conservar la paz, sin importar lo que venga. Y es que el camino hacia allá no es una competencia donde solo los mejores obtendrán el premio mayor. Ahí, gracias a Dios, literalmente, hay lugar para todos los que quieran entrar.
Artículo elaborado por Alessandra Cava.
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