

El amor puede traer a nuestras vidas tantos interrogantes, es por eso que quiero compartirles una experiencia espiritual muy especial que he estado viviendo estas últimas semanas. Les invito a que recordemos el pasaje bíblico tan conocido del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32).
Quiero dejar claro algo esencial: el menor, confiando en el amor del padre, le pide su herencia y decide irse. Malgasta toda la herencia viviendo como un libertino. Mientras que el mayor, podríamos decir que cumple todo según —coloquialmente hablando— manda el figurín, pero se queda por deber y no por amor.
¿Cómo lo sé? Por su reacción cuando el padre ordena preparar una fiesta al recuperar a su hijo perdido. Dice el hermano mayor a su padre: «Nunca me has hecho una fiesta como esta, y yo soy el que nunca me he alejado de ti». El padre responde que todo lo que él tiene, ha sido siempre suyo también.
El hijo mayor no ha sido capaz de descubrir el amor del padre durante todo ese tiempo en que el hijo menor ha malgastado la herencia. Precisamente, se rigió por una conducta moral, un código ético. No comprende cómo el Padre es capaz de celebrar a un hijo que ha sido tan pervertido.
El amor del padre no fue comprendido
La parábola muestra cómo en realidad ninguno de los dos comprendió el amor del Padre. Mientras el menor entendió su amor para vivir como le indicaba su gusto o capricho, el mayor entendió que estaba obligado a portarse de esa manera «perfecta».
Sin embargo, el amor del Padre no corresponde ni a un capricho o gusto libertino, como tampoco a una conducta obligatoria. Su amor corresponde a la verdad. Cuando uno vive el amor, se rige por la verdad de Dios y la verdad divina se personifica en Jesucristo. Vivir el amor es ser otro Cristo, como lo dice san Pablo en su carta a los Filipenses (1, 21).
Mi forma de amar a Dios
¿Qué les quiero decir con esto? Estos últimos años de mi vida mi amor por Dios ha crecido, pero equivocadamente, me convencí a mí mismo de que tenía que probarle a Dios que era digno de su amor. Por un deber actuar conforme a una expectativa, que yo mismo creía que Dios tenía de mí.
Incluso, que otras personas tenían de mí. Es más, que yo mismo, he creído tanto tiempo, que debía demostrarme a mí mismo. Tanto así, que —para mi infelicidad— a lo largo del tiempo, he corrido el riesgo de olvidar la verdadera razón por la cual he querido seguirlo y entregar mi vida a Dios: el amor.
El amor que me mostró a lo largo de toda mi vida. No obstante, no hay nada que podamos hacer para estar «a la altura» del amor de Dios. Su amor es infinito por cada uno de nosotros y además es gratuito. Su amor se ve manifestado en Cristo —su Hijo único— que murió en la Cruz por por ti y por mí (Filipenses 2, 8). ¿Qué podemos hacer cualquiera de nosotros por esa muestra de amor?
Llamados al amor desde siempre
Dios me hizo entender que no podía seguir más tiempo sosteniendo mi vida cristiana por un deber. Entendí un poco mejor que vivir «del deber», como el hermano mayor, no lo puedes aguantar por mucho tiempo. Simplemente me sentí agotado, sin fuerzas para seguir adelante.
Pensé «ya no puedo seguir más por este camino». Me pasé años cumpliendo con mi «deber de fidelidad». «Basta, no tengo nada más que probar», me dije a mí mismo. Al comienzo, entendía esta experiencia como una liberación de un camino recorrido por muchos años como consagrado.
Pero la paciencia y la confianza en Él —actitudes fundamentales de la vida espiritual— me ayudaron a darme cuenta que en realidad, ha sido una invitación que me hizo el Señor, a liberarme de la esclavitud de un código ético, sin el fundamento del amor.
La vida moral sin el amor es una vida fría, que poco a poco te convierte en una piedra. Me fui olvidando que estoy aquí porque, en algún momento de mi vida, Él me miró a los ojos, y me amó. Así como lo hizo con el joven rico (Marcos 10, 17-30). Esto me ayudó a recordar que mi opción inicial, antes de mi vida consagrada, fue la opción por el amor.
¿Qué hago cuando descubro que Dios me ama sin medida?
Estoy comprendiendo a tiempo que al experimentar «todo» el amor que Dios me tiene, solamente puedo agradecer y maravillarme. No «debo» hacer algo, o preguntarme ¿qué quiere Él al mostrarme tanto amor?, ¿qué me pide a cambio? Dios me ama y punto.
En el momento que quiera algo de mí, me lo enseñará y me lo dirá. Solo entonces, pedirá cuentas de los talentos que me regaló (Mateo 25, 14-30). Cuando Él quiera y cómo lo quiera. El deber sigue al amor y no al revés. No lo amo porque debo, sino debo seguirlo porque lo amo.
No olvidemos esas palabras de Cristo en la última Cena: «Si me amáis, cumplan mis mandamientos» (Juan 14, 15-31). Lo esencial de nuestra vida cristiana no es cumplir o seguir una serie de normas. ¡Ojo! Lo esencial de la vida cristiana es nuestra relación de amor con Cristo.
El amor y el deber combinados
Sin embargo, les confieso que el «deber» y el «amor» —por lo menos esa es mi experiencia— van muy de la mano. Entiendo un poquito mejor que nuestra vida cristiana se trata de seguir a Dios, cada vez más por el amor, y no porque lo debemos hacer.
El deber no está mal, por supuesto que no. Pero si se convierte en la razón de nuestra vida, entonces perdemos el rumbo. Porque si seguimos a Dios solo porque «toca», llegará un momento en que ya no podamos con esta idea. Nada tendrá sentido y entonces, lo dejaremos de seguir.
Esta ha sido mi experiencia estos últimos meses. Dios nos ama, nos regala el cielo y nos quiere felices porque sí. Por eso nos creó, para amarnos. Basta creerlo, reconocerlo y dejarse amar por Él. Y por consiguiente, si creemos en esto, lo obedeceremos.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida»
Finalmente, creo que todos tenemos un poco de los dos hermanos. A veces seguimos a Dios por amor, otras veces lo seguimos por deber. A veces le somos fieles y otras tantas le damos la espalda. ¿Dónde está la respuesta? Para que no se trate de mis palabras, recordemos lo que nos dice san Juan, en su Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14, 6).
Esa es la respuesta. Seguimos a una persona, no a un código ético. Nos salvamos porque Él nos salva, porque seguimos su camino, sus huellas. Porque sabemos que solo Él tiene palabras de vida eterna. ¿Cuál es la clave esencial que vemos en todos los santos?, ¿en qué se distinguen?
En que hacen a Cristo el centro de sus vidas. Por ello, el amor se convierte en el centro de nuestra vida, y no el deber como una obligación. Recuerdo otra cita que me parece viene muy bien para esta ocasión: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13).
Espero que esta experiencia personal que les comparto les ayude a comprender un poco mejor cómo nos ama Dios. Cuéntanos en los comentarios cuál ha sido su relación de amor con Cristo. Qué es lo que tal vez se les hace más difícil comprender y qué es eso que los llena de paz y felicidad cuando piensan en Él.
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