San Ignacio, en sus reglas de discernimiento, recomendaba recordar que Satanás se viste de ángel de luz mucho más de lo que podemos intuir. Una de las más importantes reflexiones que hacía era sobre las inspiraciones «virtuosas», pero que por más virtuosas dejaban nuestra alma sin vida, desesperada y sencillamente: lejos de Dios.

Así sucede con muchas inspiraciones y deseos santos que nos van surgiendo pero que tienen al final un resultado totalmente opuesto. No nos sentimos más amados ni más dispuestos para amar a los demás, es como si esos mismos deseos nos alejaran de Dios.

La que más me ha costado descubrir entre esas «trampas» es esta: «Si tan solo pudiera ser más buena, más virtuosa, llena de las gracias de Dios para que yo viviera con más amor, mejor discernimiento y más fe… y que pudiera transmitir eso a todos los que se toparan conmigo y ayudarles a encontrar más paz».

Sin embargo esa sola aspiración lo que estaba provocando en mí no era santidad, el estar cerca de Dios, sino lo contrario…¿por qué? Estos son algunos puntos que debemos tener en cuenta para tratar de no tropezar en el camino hacia la verdadera santidad.

1. «Solo Dios es bueno»

«Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo Dios».

¿Por qué Jesús le dice esto? ¿No hay mucha gente buena en este mundo comenzando por Él mismo? Creo que Jesús se daba cuenta que buscábamos la perfección, la bondad, la santidad fuera de Dios. La buscamos en nuestras propias fuerzas y en nuestras acciones.

Se nos va la vida eterna en «hacer cosas buenas» y en «ser buenos». Pero la santidad comienza por reconocer que no hay santidad que no venga de Dios, que si fuera por nosotros no alcanzaríamos ni una pizca de esa fe que podría tener un grano de mostaza.

Es una inspiración disfrazada de ángel de luz el que sintamos que tenemos casi que ser dioses, adjudicarnos a nosotros el poder para saber entre el bien y el mal. Cuando todo es gracia: todo es regalo.

2. ¿Tenemos puesta la esperanza en nosotros o en Dios?

Cuando entramos en esta trampa (tretas según san Ignacio) del maligno, empezamos a «mirarnos demasiado a nosotros mismos». Así llamaban los santos a lo que hoy diríamos «darnos demasiadas vueltas»: «Si tan solo rezara mejor y pudiera aconsejar mejor a mi hermana…». «Si tan solo me costara menos el Rosario». «Si tuviera más facilidad para amar y no prefiriera estar encerrada en mi cuarto…».

La soberbia se nos disfraza de humildad y nos empieza a recriminar todo lo que pudiéramos ser. Construimos mil estrategias para lograrlo: rezar más, ayunar, visitar más el templo, conocer más sacerdotes en redes sociales, comulgar dos veces si es posible.

¿Tenemos puesta nuestra esperanza en Dios o sigue puesta en nosotros? Si lográramos al final de todas esas estrategias esos dones y virtudes, nos adjudicaríamos a nosotros el poder de Dios. ¿No será por eso que no nos las da?

3. Qué difícil es decir «No puedo»

Y entonces hacemos todo eso y no damos más. Seguimos sin poder aconsejar mejor, sin convertir almas cruzando el Mediterráneo. Seguimos encerrándonos para no convivir con nadie. Es ahí cuando hay que rendirnos y decir: «Señor, no puedo. No puedo aconsejar a mis hermanos, no puedo vivir con coherencia mi fe. No puedo querer más a quienes me rodean, no puedo entenderte, no puedo discernir lo que es bueno…».

Entones hay que preguntarnos a nosotros mismos, ¿amo los milagros o al Dios de los milagros? Siempre creí que esta frase solo aplicaba para las personas que querían algo grande, como sanarse de una enfermedad o salvarse de una situación extrema de violencia. Pero lo que entendí es que aplica para mí y para ti cada vez que queremos ser «buenos».

La santidad también está ahí, en caer rendidos a los pies de Cristo, en reconocernos frágiles y pecadores, porque ¿sin Él qué podemos hacer?

4. ¿Para qué quiero ser buena y por qué Dios no nos creó perfectos?

¿Para no quemarme en el infierno?, ¿para que Dios me ame?, ¿para que mis conocidos no se decepcionen nunca de mí?, ¿para agradar a todos?, ¿para ser popular en mi iglesia?, ¿para que se publiquen todos mis escritos cuando me
beatifiquen?, ¿para que me llamen al Vaticano porque soy demasiado genia?

En esos deseos «humildes» no está verdaderamente Dios. Deseamos las consecuencias de ello pero a Dios no lo buscamos. ¿Oro para descubrir profecías, adquirir dones y convertir agua en vino? ¿O para conocer a Dios, sentirlo como Papá, dejarme amar y pasar tiempo con Él?

¿Por qué Dios no nos creó perfectos? Para que en nuestra debilidad se revelara su fortaleza. Porque no es santo el que no necesita de Dios: «Pero me dijo: «Te basta mi gracia; mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad. Mejor, pues, me preciaré de mis debilidades, para que me cubra la fuerza de Cristo».

Pidámosle a Dios la gracia de llegar a la santidad según su voluntad, a su ritmo, en sus tiempos y no bajo nuestro querer.