

Vamos al grano. La vida cristiana es un proceso y un camino por amar y conocer a Dios. El mejor ejemplo está en la vida de los apóstoles: ninguno de ellos empezó su vida al lado de Cristo sabiendo a ciencia cierta quién era Él. Poco a poco, gracias a la amorosa pedagogía del Señor, Jesús se les fue revelando la plenitud de su divinidad, pero para que ocurriera eso, los apóstoles pasaron por distintas aproximaciones e ideas sobre Jesús, a partir de sus propias expectativas, angustias, miedos, sueños, torpezas, ilusiones y demás.
¿No pasa lo mismo con nosotros? Claro, en el catecismo ya quedó todo claro — alguno podría decirme — , y es cierto. Pero la realidad y la experiencia concreta de vivir una vida cristiana nos dicen lo contrario. Todos, día a día, vamos conociendo y amando más al Señor, y nuestra comprensión va creciendo, se bloquea, se retrae, da un salto hacia adelante, se frena, se frustra, vuelve a comenzar nuevamente, etc. No hay que tener miedo, ¡así somos!, pero es bueno estar advertidos de que en este camino existe también la tentación de quitarle la iniciativa al Señor y comenzar, muchas veces sin darnos cuenta, a vivir una relación con un dios hecho a nuestra medida, con un ídolo de plástico que proyecta nuestras heridas interiores y que obstaculiza nuestra relación con el Dios de la vida. Tampoco a esto hay que tenerle miedo. A veces Dios soporta a estos penosos competidores porque ellos son el único camino — aunque a veces sea un desierto — por el cual podremos experimentar la nostalgia que nos llevará a abrirnos al amor del Dios verdadero.
A continuación quiero describir algunos de esos posibles «dioses con minúscula» que podrían aparecer en el camino de nuestra vida cristiana. Yo mismo, recordando mi propia vida, puedo decir que me he relacionado con cuatro de cinco, y saben, no me arrepiento del todo. Creo que desenmascararlos y conocer las razones por las que aparecieron en mi vida me ayudó mucho a querer y conocer más a Dios; sin embargo, es importante identificarlos y huir de ellos lo antes posible. Son malos compañeros y malos consejeros de los cuales el demonio se aprovecha para alejar a muchas personas de Dios, a veces en modo irrevocable.
Aquí vamos 😉
1. El dios de los buenos
Es un dios difícil de tratar. Cuando somos o nos sentimos buenos todo anda bien con él, pero cuando las cosas se ponen difíciles, cuando el pecado aparece en nuestras vidas, este reyezuelo se ofende a muerte y exige – si está de buen humor – penitencias y sacrificios para reparar los males cometidos.
Quienes creen en él enfrentan una dura disyuntiva: aceptar la dura experiencia de no ser nunca suficientes para el Dios que aman, o bloquear esta frustración a través de la peligrosa fantasía de no reconocerse pecadores. Los primeros, agobiados por los sentimientos de culpa, tarde o temprano se hartan y lo abandonan; los segundos, a fuerza de racionalizaciones y excusas, han construido un mundo de fantasía donde la crítica de los defectos y pecados ajenos es la droga que les permite sentirse temporalmente tranquilos y justificados.
Ninguna de estas experiencias produce paz en el corazón del creyente. Su dios es una constante fuente de ruptura interior.
2. El dios de los filósofos
Es un dios sabio y muy exigente. Para él lo importante es que sus seguidores lo entiendan, conozcan su historia, admiren sus dogmas y tengan una teología ortodoxa, según el catecismo de la Iglesia, por supuesto.
Los seguidores de esta divinidad profesoril han oído hablar mucho de dios pero nunca han hablado con Dios. Sus discursos son correctos, incluso hermosos, pero dejan un regusto insípido, como si hubiesen sido leídos y no vividos… y es que eso es exactamente lo que ha ocurrido, porque estos hombres hasta el sagrario de la oración lo han convertido en una ocasión para aprender y no para amar.
Creen que aman a dios porque lo conocen, pero la escala de grises del conocimiento humano, por más ordenada que sea, no basta para medir la luz refulgente y las infinitas tonalidades de Dios. Es aquí cuando estos buenos estudiantes se frustran… les cuesta comprender que el mejor método para estudiar al Amor, es el amor mismo; y se incomodan porque descubren que en el fondo no están dispuestos a cambiar si eso implica renunciar a las seguridades que el conocimiento les ha proporcionado. Creían estudiar la infinitud y la omnipotencia de Dios, pero en realidad lo único que hicieron — pobrecitos — fue conocer al dios enano que su pedante inteligencia encarceló.
3. El dios de los astrónomos
Este dios es hermoso como la Luna. Sus seguidores lo contemplan con admiración y respeto, especialmente de noche, tal vez con una oración sincera antes de dormir, pero después de eso su presencia en la vida diaria es meramente decorativa. Y no es que estos creyentes no crean en él, no es que no sepan que se encarnó y entregó su vida para redimirlos del pecado. También sobre la Luna saben y tienen la certeza que de ella dependen algunos factores gravitacionales que permiten la vida en la Tierra. Ese no es el problema. El punto es que el dios de los astrónomos no baja, no se hace concreto, no se inmiscuye en la vida de nadie y sus misterios son historia del pasado.
Estos creyentes son una raza muy particular y triste: creen ser redimidos pero no viven como redimidos, creen ser amados pero no se sienten amados, creen que en la Eucaristía está el cuerpo del Dios vivo pero su dios, en la práctica, es un cadáver.
Por Dios, ¡alguien háblele a estos hombre de la Providencia o de la Gracia!, de los santos que irradian el amor de Dios por el mundo o de los sacramentos como un encuentro real y efectivo con Cristo. Recuérdenles que por la Cruz nuestras vidas se han transformado… que ahora somos hijos y que Dios es un padre en lo concreto, en las lágrimas, las sonrisas, las frustraciones y las alegrías de la vida diaria y no en lo abstracto, lo frío, lo futuro o lo simplemente recordado.
Tal vez si les decimos todo esto alguno deponga el telescopio y haga el intento de creer en el Dios de la vida… pero no te sorprendas si ninguno lo hace, porque la fe de telescopio no siempre es fruto de la ignorancia, muchas veces es una decisión consciente que toman quienes temen que la cercanía de Dios interrumpa el ritmo que ellos ya le han dado a sus vidas. Quién sabe si sus miedos eran fundados, tal vez Dios solo quería acercarse para darles un beso en la frente y quitarles esa dolorosa sensación de abandono que los agobia. Nunca lo sabremos. C’est la vie.
4. El dios de los místicos
Este dios produce una mezcla de placer y orgullo en sus secuaces. Quienes lo siguen, al inicio, experimentan el calor y la cercanía del Dios vivo, pero luego, maravillados por la experiencia sentimental más que por el encuentro con el Señor, sacrifican al hijo para salvar al becerro. Así es, estos hombres rezan, ¡madre mía, cómo rezan y hablan de dios! Incluso pueden ser hombres caritativos; pero toda su actividad religiosa esta centrada en ellos mismos, en el orgullo y en el placer sensual que experimentan.
Pero como sucede con todos los ídolos, este pequeño y mezquino diosecillo dionisiaco tampoco es capaz de llenar la sincera hambre de comunión que reclama el corazón de sus fieles. Por eso los creyentes en esta divinidad sienten la constante necesidad de pavonearse y hablar de la longitud y la profundidad de su vida espiritual ante los demás. Es un mecanismo desesperado pero efectivo, el afecto y el aplauso reaniman momentáneamente las sensaciones placenteras a la vez que exige la puesta en escena, una y otra vez, del rol o la máscara del místico. Lamentablemente el precio que pagan quienes no rompen con este círculo vicioso es muy alto. La santidad proclamada les queda demasiado grande y el corazón, más lleno de aire que de amor, se hincha hasta reventar en pedazos. ¡Cuánto sufre la Iglesia cuando esto sucede!
5. El dios de los dramáticos
Este dios está siempre triste y compungido contemplando los pecados de los hombres. Siente algún tipo de placer enfermizo recordándole a sus fieles sus traiciones, hipocresías y maldades. Todo lo exagera y lo redimensiona para hacerse la víctima y así acumular ruegos, coronillas, promesas y fervorosas oraciones de arrepentimiento.
De su omnipotencia no queda ni rastro, el pecado parece ser mucho más fuerte que él; por eso, sus seguidores siempre toman la iniciativa: se llenan de medios y se autosugestionan para redoblar sus esfuerzos en la lucha contra el pecado. Pero tropiezan, las buenas intenciones les duran algunos días o semanas hasta que incurren en lo mismo de siempre. ¡Y la mezquina divinidad que adoran hace fiesta!, porque nadie se acuerda de ella mientras dura el combate voluntarista. El nombre del dios de los dramáticos se pronuncia solo cuando se saborea la culpa y aparece la necesidad — fundamentalmente psicológica — de recibir el perdón, y así poder recomenzar este ciclo des-graciado.
Los dramáticos y su dios llorón — que no es otra cosa que una proyección de ellos mismos, por supuesto — , enfrentan un desafío urgente, eso sí… dejar de instrumentalizar el sacramento de la reconciliación en sus propios juegos psicológicos.
Hasta aquí con los dioses.
Me adelanto a una posible pregunta que me llegaría si terminase el post aquí: «¿Pero, entonces, cuál es el verdadero Dios?». Una respuesta sencilla sería: «…pues Jesús, el Dios que describen los Evangelios», pero voy a tratar de responder de otro modo, según una metáfora que Jesús mismo utilizó:
El Dios de las ovejas perdidas
A este Dios las ovejas se le pierden. Se dice un buen pastor pero no sabe controlarlas ni obligarlas a hacer lo que Él quiere. El muy descuidado tiene el corral abierto y se justifica diciendo que los línderos de su redil los define el amor y no las rejas ni los castigos. ¡Habrase visto pastor progresista!
Pero eso sí — porque hay que hablar con justicia — ama a sus ovejas y las llama a cada una por su nombre. Por eso cuando le falta una no tarda en saberlo ni en alistarse para recorrer cualquier camino con tal de recuperarla. ¿No es extraño este Dios? No encierra ni amarra a las ovejas en el redil y, sin embargo, cuando estas se pierden, se transforma en un perro de caza que olisquea cada rincón de la tierra hasta encontrarlas. ¡Es capaz de dejar a las 99 con tal de recuperar a la oveja traicionera! Y es que no importa cómo esté el clima, el Dios de las ovejas perdidas nunca retrocede ni detiene su búsqueda. Comparte el nombre de su oveja a los vientos para que ellos le susurren que el pastor la está buscando, deja signos de su presencia por los caminos para que la oveja recuerde cuánto es amada, se enfrenta a los lobos y se somete a su furia porque el Dios de las ovejas perdidas es capaz de darlo todo, incluso la vida, por ellas…
Y no importa el estado en el que se encuentre, cuando este Divino Pastor encuentra una oveja nunca le recrimina nada, está tan feliz de haberla encontrado que lo olvida todo, la llama por su nombre y la regresa al redil cargada sobre sus hombros. Este es el Dios de los cristianos.
Gracias por el post… Creo que yo agregaría un sexto ídolo, con el que muchos tropezamos más de una vez en la vida: dios como amuleto de buena suerte… Si nos pasan cosas buenas es obra de Dios, pero si nos pasan cosas malas ¿es porque Dios nos abandonó?… Este Dios amuleto es peligroso, porque puede dificultarnos ver que Dios no está con nosotros para quitarnos las cruces del camino, si no para caminar a nuestro lado ayudándonos con el peso de la cruz…