

¿Has sentido alguna vez en tu corazón ese ardor, ese anhelo de infinito, que no encuentra calma? ¿Ese desear algo más grande que una simple vida ordinaria y sin sentido? Cuántas veces cuando eras pequeño soñabas con ser grande, con ser un superhéroe que pudiera volar y salvar a todos. Con ser el más fuerte y el más grande. ¿Cuántas veces has soñado con una vida llena de maravillas? logrando ser completamente feliz.
Mis hijos me recuerdan esos sueños todos los días cuando en su ternura e ilusión los escucho decir: «Mamá cuando sea grande voy a ser fuerte y te voy a ayudar en todo. Cuándo sea grande voy a cuidar a los niños como tú los cuidas. Mamá cuando sea grande voy a volar para llegar a todas partes y salvarlos como Superman».
Esas ilusiones en mis pequeños, tantos deseos de grandeza, me hacen pensar y poner en evidencia ese llamado que todos tenemos y escuchamos en algún momento (o en varios momentos) de la vida a ser grandes. Y es que todos estamos llamados a ser grandes, todos sin excepción estamos llamados a la grandeza de ser santos y a alcanzar esa felicidad sin fin.
Y ser santos es una grandeza que tiene que ver con la humildad y la valentía de hacerse pequeño. El anhelo es grande como el que mis niños expresan, pero para poder ser así de grande tenemos que hacernos pequeños, humildes de corazón.
No necesitamos ser alguien especial, con poderes mágicos para ser santos. No necesitamos haber nacido en un lugar y en una fecha especial para serlo. Los santos fueron personas ordinarias, pecadores como tú y como yo, que escucharon ese llamado y lo siguieron; algunos desde muy niños otros casi al final de su vida. Ellos se enamoraron de Dios y no lo perdieron de vista. Entendieron que la felicidad absoluta solo se logra siguiéndolo. Ellos abrazaron la cruz que los llevó a ser inmensamente felices al lado de Dios.
¿Recuerdas ahora ese llamado?¿Lo has escuchado? ¿Lo sigues escuchando? Lánzate. No te desanimes pensando en que solo los que aparecen en estampitas o los que son canonizados en la plaza de San Pedro son los únicos santos. No te quedes pensando en que jamás podrías ser tan bueno y tan valiente como alguno de ellos.
«En esta Iglesia santa el Señor elige a algunas personas para hacer ver mejor la santidad, para hacer ver que es Él quien santifica, que nadie se santifica a si mismo, que no hay un curso para hacerse santo, que ser santo no es hacer el faquir o algo por el estilo … ¡No! ¡No lo es! La santidad es un don de Jesús a su Iglesia y para hacer ver esto Él elige a personas en las que se ve clara su obra para santificar» (Papa Francisco).
Conócelos un poco, ellos, los de la Plaza San Pedro, los de los altares, son ejemplos para nosotros; pero en realidad santos son todos los que van al cielo y el cielo está abierto para cada uno. Para todos los que en su día a día se esfuerzan por ser la mejor versión de sí mismos. Y la mejor versión de uno mismo tiene que ver con dejar a Dios obrar en nuestras vidas, ser como Jesús, amar como El nos enseño.
«La primera regla de la santidad: es necesario que Cristo crezca y que nosotros disminuyamos. Es la regla de la santidad: la humillación nuestra, para que el Señor crezca» (Papa Francisco).
Podemos ser santos en nuestras casas, ejerciendo nuestro rol de madres, de esposas, de padres, hermanos, de hijos, de amigos, de sacerdotes, de consagrados. Ofreciendo cada actividad, cada sufrimiento, cada dificultad. Amando el lugar y el plan que Dios nos ha asignado. Independientemente de tu profesión, de tu vocación de tu condición social. Santos podemos ser todos.
Los invito a ver este video con motivo de la beatificación de Monseñor Romero y a inspirarnos con la vida de estos hermanos que eligieron el camino de Dios y lo siguieron hasta el final de sus vidas. Tú estás llamado a ser uno de ellos.
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